No todos los evangelistas cuentan la institución de la Eucaristía. San Juan, que dedica varios capítulos a la Última cena, no menciona las palabras de la institución de este sacramento fundamental en la vida de la Iglesia. Sin embargo, el capítulo 6º está casi enteramente dedicado al discurso sobre el pan de vida.

En este importante discurso, Jesús pronuncia unas palabras que escandalizaron a los oyentes: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6,54-55).

El evangelio que leemos hoy nos relata la reacción a esas palabras: muchos discípulos de Jesús se escandalizan, preguntándose cómo se puede comer la carne de un hombre y beber su sangre. Y como consecuencia, muchos dejaron de seguirle, abandonaron el camino, la llamada a acompañar al Maestro.

El problema es más grave aún porque esas críticas no se transforman en diálogo con el mismo Jesús, sino que se quedan en murmuraciones. Por eso el Maestro interviene para explicar que la vida cristiana solo es posible si se confía en Dios: “ninguno puede venir a mí si no se lo ha concedido el Padre”.

El mensaje cristiano, el encuentro con Jesucristo, es piedra de escándalo, algo que rompe nuestros esquemas de previsión y organización de vida. La redención es posible si nos dejamos salvar, si aceptamos ser parte del Cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia.

Y eso se concreta en la Santa Misa, que a San Josemaría le gustaba describir como el “centro y raíz de nuestra vida interior”.

La cosa más grande que podemos hacer cada día es la participación en el santo sacrificio del altar. En una ocasión, el Papa Francisco recordó que “nutrirnos de Jesús y vivir en Él mediante la Comunión eucarística, si lo hacemos con fe, transforma nuestra vida, la transforma en un don a Dios y a los hermanos. (…) El Cielo comienza precisamente en esta comunión con Jesús” (Angelus 16-VIII-2015).

Finalmente, Jesús se dirige a los Doce, preguntándoles: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Es interesante que, a pesar de que supiera quiénes creían y quiénes eran incrédulos, pregunte directamente a los apóstoles por sus intenciones, que interpele su libertad.

Podemos hacer nuestra la respuesta de Pedro: Señor, ¿a quién iremos?, ¿qué más podemos hacer sino seguirte? En la relación contigo, vivida especialmente en la comunión eucarística, encontramos la fuente de nuestra alegría y el motivo de nuestra existencia.