Estamos justamente preocupados por el medio ambiente y vemos cada vez más claramente lo equivocada que es la contaminación. No sólo es egoísta, sino que también daña este hermoso planeta que Dios nos ha regalado.

Pero si el efecto de los pensamientos internos pudiera verse visiblemente, tendríamos mucho cuidado con lo que pensamos, porque son como la contaminación espiritual. Contaminan nuestro entorno espiritual, nuestra mente y nuestra comunidad.

Jesús nos enseña sobre esto en el evangelio de hoy, advirtiéndonos contra una vida de fe basada meramente en lo externo. Este es un gran peligro al que pueden enfrentarse especialmente los creyentes religiosos.

Los antiguos judíos eran escrupulosos con la limpieza ritual. No se preocupaban tanto por la pureza del alma. Algunos católicos de hoy pueden ser muy rigurosos con las prescripciones litúrgicas, pero con ello miran con orgullo a los demás, como el fariseo de la parábola miraba con desprecio al recaudador de impuestos pecador.

Nuestro Señor enumera una serie de pecados que surgen del corazón: “Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”.

Basándose en las enseñanzas de Cristo, la Iglesia distingue entre pecados internos y externos. Estos últimos son acciones que pueden verse u oírse, pero los pecados internos son simplemente pensamientos. Los pensamos, pero nadie los ve, salvo Dios, que nos juzgará por cada uno de nuestros pensamientos (véase Rom 2,16). Cuando Dios nos dio los 10 mandamientos, también prohibió los pecados internos, que están cubiertos por los dos últimos mandamientos: “no codicies la mujer de tu prójimo” y “no codicies los bienes de tu prójimo”. Estos dos mandamientos nos invitan a controlar nuestros pensamientos. La acción exterior no sirve de nada si nuestro corazón está corrompido: de hecho, sólo conduce a la hipocresía y, por tanto, a una mayor condena.

La Iglesia enseña que, en muchos aspectos, los pecados internos son más peligrosos que los externos, porque son mucho más fáciles de cometer y porque, si no los controlamos, pronto conducen a obras pecaminosas.

Por eso, nuestra fe nos pide que luchemos por controlar nuestros pensamientos e incluso nuestra vista. Si miramos cosas impuras o miramos a los demás como meros cuerpos, utilizándolos para el placer sexual en nuestros pensamientos, es como una contaminación moral. Estamos corrompiendo nuestro corazón. Y lo mismo ocurre si nos permitimos pensar negativamente de los demás.