Hace ya muchos, pero que muchos años, hubo en Florencia un obispo que tenía gran afición por la pintura. Entre muchas de sus actividades planificó contratar a un buen pintor para que decorara la Capilla de la Comunión de la Catedral con frescos sobre la vida de Jesús. A los pocos años encontró a un joven pintor recién llegado de Lisboa, que atraído por la pintura italiana del renacimiento había venido a Florencia para aprender esas técnicas. Uno de los canónigos del cabildo catedralicio, que era también portugués, avisó al señor obispo del hecho y le dijo que este nuevo pintor venía precedido de muy buena fama que se había ganado trabajando para varios señores en Oporto. Nuestro joven pintor fue llamado por el señor obispo, que le propuso el nuevo trabajo.

  • Mire usted –dijo el obispo-, necesito que estas paredes de la Capilla de la Comunión sean cubiertas con frescos de la vida de Jesús: el Nacimiento, la Pérdida de Jesús en el Templo…, y en aquel otro extremo pinte a los Doce Apóstoles con el Señor…, y más allá la Crucifixión y Enterramiento de Nuestro Señor.

Nuestro pintor, Francisco Gonçalves de nombre, movido más por el hambre que por el deseo de trabajar, hizo los primeros bocetos que rápidamente fueron aprobados por el señor obispo. Así pues, después de la Semana Santa del 1462 se dispuso a comenzar su obra. Varios años le llevó pintar el Nacimiento de Jesús, el episodio de la Pesca Milagrosa, la Crucifixión…

Poco a poco las paredes de la Capilla se fueron decorando con maravillosas y conmovedoras pinturas. Francisco tenía la costumbre de pintar los cuerpos y dejar para el final la cara, pues tenía la idea que un rostro humano debía ser tomado de la realidad para que la imagen plasmada fuera capaz de manifestar auténticos sentimientos y conmover así a las personas. De ese modo había encontrado el rostro del Niño Jesús para el Nacimiento, la Virgen María, algunos de los Apóstoles. Algo más difícil le fue encontrar un rostro adecuado para reflejar la imagen de Cristo. Después de más de cinco años decorando las paredes, sólo le faltaba pintar a Jesús Perdido en el Templo y terminar con la escena del Beso de la Traición de Judas en el Huerto de Getsemaní.

Un día, mientras estaba andando por la pequeña plaza que hay delante de la basílica de Santa María de la Fiore (Catedral de Florencia), vio a una madre relativamente joven que iba con sus tres hijos. El mayor de ellos, de unos doce años, llamó la atención de nuestro pintor por el rostro tan puro, bello y atractivo que tenía. Un rostro que manifestaba santidad, inteligencia, profundidad de carácter; en fin, un rostro perfecto para su pintura de Jesús en el Templo cuando tenía doce años. Habló con la madre, que se sintió profundamente conmovida cuando oyó hablar tan bellamente de su hijo. Ésta aceptó enseguida la proposición que le hizo el pintor. Después de varias semanas, el fresco había sido terminado. Más difícil le fue encontrar un rostro que reflejara la maldad de Judas para poder plasmar el beso de la traición y no pudo acabarlo.

Pasaron los años, nuestro pintor se hizo famoso y la pintura estaba todavía sin terminar. Tanto tiempo pasó que la gente comenzó a llamarle al fresco “El Beso de la Traición sin Judas” pues de Judas estaba todo pintado menos la cara. Llamaba la atención el rostro de sorpresa y profundo dolor de Jesús, al comprobar que este Apóstol había sido capaz de “venderlo” con un beso. De hecho, los ojos de Cristo estaban como empañados de lágrimas y todo su rostro dibujaba una gran tristeza.

Treinta y dos años después, Francisco, nuestro pintor, era ya muy famoso. Con el paso de los años se había ido desplazando de ciudad en ciudad pintando para señores, obispos, condes… Los últimos cinco años los había pasado en Praga. Mientras tanto, el obispo de Florencia había cambiado cuatro veces de nombre y la pintura del Beso de Judas estaba todavía sin terminar.

Un día el deán de la Catedral, empeñado en que fuera el mismo pintor quien la acabara, comenzó a seguirle la pista a nuestro pintor errante hasta que llegó a la ciudad de Praga. Allí se encontró con él, y éste ya tenía cerca de setenta años. Le recordó la obra que se había dejado inacabada en la Catedral de Florencia al tiempo que lo invitó a volver.

– Mire usted, dijo Francisco. No pude acabar el fresco porque no encontré un rostro lo suficientemente expresivo y malvado que fuera capaz al mismo tiempo de dar un beso de traición.

– Le ruego que vuelva conmigo – dijo el deán. Han pasado muchos años y sería una pena que su maravillosa pintura tuviera la mancha negra de no haber sido acabada.

Nuestro pintor dio un profundo suspiro como manifestando poca esperanza para esta nueva empresa, pero movido por el compromiso que en su tiempo adquirió con el obispo del lugar prometió volver cuanto antes.

No había pasado un mes cuando Francisco estaba de vuelta en Florencia y se dispuso a buscar una cara para su Judas. De pronto le vino a la mente una idea: el mejor sitio donde encontraré esta cara será en un bar de mala muerte o en un hogar de acogida de pobres miserables. Y así lo hizo. Durante varios días recorrió los bares, tascas, tugurios, hospitales…, hasta que al final vio un rostro “perfecto”.

  • ¡Este será mi Judas! – pensó Francisco.

Se acercó a un hombre de poco más de cuarenta años y le propuso que fuera su modelo. Tuvo mucho cuidado de no manifestar a quién tenía que representar, no fuera que le diera una negativa.

Nuestra “cara de Judas” era un hombre de ojos perversos, cejas arqueadas, frente llena de arrugas, con una mirada triste, perdida y sin esperanza. Según pudo nuestro pintor ir recabando por preguntas que le fue haciendo camino a la Catedral, siempre vivió en los alrededores de Florencia, aunque debido a su pobreza se había hecho ladrón y por su desesperación también borracho. Hacía años que su mujer y sus hijos lo habían abandonado. Durante un tiempo estuvo encarcelado porque lo habían acusado de matar vilmente a otro hombre en una pelea de borrachos. Una vez que salió de la cárcel nadie quería darle trabajo, pues su rostro reflejaba maldad, por lo que tuvo que vivir en la calle recogiendo de aquí y allá lo que podía. Tantos sufrimientos experimentados lejos de Dios habían hecho de nuestro modelo un pobre Judas.

Llegados a la Capilla de la Comunión de nuestra Catedral, el pintor le fue enseñando los diferentes frescos que durante muchos años había pintado. Nuestro “pobre Judas” se fue conmoviendo poco a poco. La expresión de su rostro comenzó a llenarse de arrepentimiento y dolor, al tiempo que una profunda paz empezó a llenar inexplicablemente su alma. Nuestro pintor se puso frente al fresco del Jesús Perdido en el Templo y comenzó a explicarle cómo hacía muchos años había encontrado un rostro perfecto que manifestaba la belleza del alma de Jesús cuando era niño. De repente, el pintor se dio la vuelta y vio a nuestro Judas llorando amargamente. Francisco entonces, conmovido ante el llanto, le preguntó:

  • Amigo ¿qué le ocurre?

Y nuestro Judas le responde:

  • ¿Acaso no me reconoce? ¡Ese niño era yo!

En ese mismo instante el rostro de nuestro Judas cambió, dejó de ser perverso y malvado, pues la gracia del arrepentimiento había entrado en su corazón.

Nuestro pintor, feliz pero triste porque se había quedado sin su cara de Judas, prefirió pintarlo de espaldas para que no se le viera el rostro y así de un modo u otro pudiera servir esa imagen para todo aquel que estuviera dispuesto a recibir treinta monedas de plata por traicionar a Cristo.

…………..

Nota: Los nombres, personajes e incluso las situaciones que se cuentan son imaginarios; a pesar de ello y desgraciadamente, serán totalmente reales para muchas personas.

El rostro de nuestro Judas, tocado por la gracia de Dios, quedó totalmente transformado; como decimos vulgarmente: “los ojos son el reflejo del alma”. Con palabras dichas por nuestro Maestro: “La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!” (Mt 6: 22-23); y también en otro lugar: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5:8).

¡Cuánto es capaz de cambiar el rostro de una persona! De niño, ¡cuánta inocencia! En cambio, de mayor… Contemplar nuestro rostro de mayor y compararlo con una foto cuando éramos niños quizá sea una buena confesión que debemos hacer ante nosotros mismos y ante Dios.