Hace ya un cierto tiempo mi madre me contaba una bella historia para hacerme ver qué desencaminado está el hombre de hoy cuando busca la auténtica riqueza.

La historia comenzó cuando el padre de una familia adinerada llevó a su hijo a un viaje por el campo con el firme propósito de que su hijo viera cuán pobre era la gente que allí vivía y así aprendiera a valorar mejor todo lo que su padre le ofrecía.

Pasaron todo el día y toda la noche en la granja de una familia campesina muy humilde.

Al concluir el viaje, ya de regreso en casa, el padre le pregun­tó a su hijo:

¿Qué te pareció el viaje?

Muy bonito, papa. – Respondió el niño.

¿Viste lo pobre que puede ser la gente?

Sí. – Afirmó su hijo.

¿Y qué aprendiste?

Vi que nosotros tenemos un perro en casa, ellos tienen cinco. Nosotros tenemos una piscina larga hasta la mi­tad del jardín, ellos tienen un arroyo que no tiene fin. Nosotros tenemos lámparas importadas en el patio, ellos tienen las estrellas. Nuestro patio llega hasta la muralla de la casa, el de ellos tiene todo un horizonte. Ellos tienen tiempo para conversar y convivir en familia, tú y mi mamá tienen que trabajar todo el día y casi nunca los veo.

Al terminar el relato, el padre se quedó mudo y su hijo agregó:

  • ¡Gracias, papá, por enseñarme cuán ricos podremos llegar a ser!

……..

Acabada la lectura de este relato, lo primero que me vino a la mente era cuánta razón tenía ese joven; aunque luego, cuando me detuve a pensar un poco más, me di cuenta de que también este joven se quedaba muy corto. La belleza de la naturaleza, el diálogo en familia, el gozo de un paisaje son riquezas al alcance de nuestras manos y que no solemos valorar mucho, pero hay una riqueza mucho más grande, que muy pocos llegan a apreciar: la fortuna de conocer a Dios, de ser su hijo, de tener su gracia. Es la dicha de poder hablar con Él y de escucharle. En una palabra, es el hecho de poder ser contado entre los “bienaventurados”.

La gente del mundo anda tan preocupada de fabricarse un paraíso en esta tierra que luego no tiene tiempo de gozarlo una vez que lo consigue. Pero peor es tener a nuestro alcance el amor de Dios, no ser conscientes de esa gran riqueza y peor todavía no luchar por alcanzarlo.

“Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, … Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios”. (Col 3: 1-3)

“Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6: 20-21).

“El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel” (Mt 13:44).

“… de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría” (Jn 16:22).