La solemnidad de Cristo Rey apunta hacia la segunda y definitiva venida de Nuestro Señor, al final de los tiempos, cuando toda la humanidad -todos los que han vivido- comparecerán juntos ante Él y juzgará a cada uno según sus obras. Todo lo oculto saldrá a la luz, la bondad de los justos se mostrará a todos, el engaño de los falsos será desenmascarado y la justicia de Dios será plenamente reivindicada.

En el evangelio de hoy se muestra al Cristo que será juez. El que juzgará a todos en justicia y verdad se encuentra solo ante un funcionario corrupto que sólo puede pensar en términos mundanos. “¿Eres tú el rey de los judíos?” pregunta Pilato a Jesús. En otras palabras, ¿pretendes ser rey? ¿Eres una amenaza para el poder romano? Roma, otrora ese gran imperio que ahora es meramente un tema para lecciones de historia y arqueología. Pero lo que llama la atención en este episodio es cómo cambian las tornas: Jesús, físicamente atado y humanamente impotente, parece estar juzgando a Pilato más que Pilato a él. Totalmente impávido, Jesús se limita a insistir en que su reino no es de este mundo y que, aunque sí, es un rey, su realeza consiste en “dar testimonio de la verdad”.

Tendemos a asociar el poder, y desde luego la política, con la falsedad. Jesús nos ayuda a ver que la verdadera autoridad está inextricablemente ligada a decir la verdad. Nos gobernamos mejor a nosotros mismos y a la situación cuando decimos la verdad. De hecho, una parte fundamental de la revelación de la realeza de Cristo, cuando venga al final de los tiempos, consiste en sacar a la luz la verdad. Así lo hará en el juicio universal (cfr. Lc 8,17; 12,3; Ap 20,12-15). Los reyes juzgan y ciertamente lo vemos en Dios (véase Gn 18,25; Sal 10,16-18; 98,9; Is 33,22), y la justicia consiste en discernir y seguir la verdad en cada situación. Cristo es tan rey, gobierna tanto cada situación, que puede someterse sin miedo a un juicio injusto, diciendo él mismo la verdad con claridad, pero sin amargura ni ira (ver también Jn 18,20-23). La realeza de Cristo en la tierra nunca tuvo que ver con el poder mundano. De hecho, siempre lo evitó (véase Jn 6,15). Fue siempre un servicio a la verdad y a la justicia, con profunda humildad (ver Jn 13,3-17). Como cristianos, estamos llamados a imitar a Cristo en su realeza que proclama la verdad, dominando nuestro miedo y nuestra vanidad para dar testimonio nosotros mismos de la verdad en cualquier situación.