Podemos pensar que las lecturas de hoy corresponden a la solemnidad de Cristo Rey del domingo pasado y no a la celebración del primer domingo de Adviento. Pensamos en el Adviento como un tiempo de preparación para la venida de Cristo como hombre. Pero el Evangelio de hoy nos habla de su segunda venida en majestad al final de los tiempos: “Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria”.

El Adviento tiene una doble finalidad. Mira hacia atrás, a la venida de Cristo en su debilidad de niño, y hacia delante, a su venida en gloria como Rey y Juez universal. Y para estar preparados para ambas cosas necesitamos la misma actitud: vigilancia orante y conversión continua de vida. “Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida y se os eche encima de repente aquel día…. Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder y manteneros en pie ante el Hijo del hombre”.

“Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas”, rezamos en el salmo. Es una hermosa oración para ayudarnos a vivir el Adviento. “Señor”, podemos rezar, “muéstrame los caminos para estar preparado para tu venida, muéstrame los caminos para ir a ti y que tú vengas a mí”. Porque el amor consiste siempre en que los amantes vayan el uno hacia el otro. Esos caminos, nos dice el salmo, son los de la humildad, la misericordia y la fidelidad. Y en la segunda lectura, San Pablo nos exhorta al amor fraterno: “Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos”.

La vigilancia para recibir a Cristo exige vigilancia para recibir a los demás. Requiere vigilancia sobre nuestras malas pasiones y nuestra lengua, vigilancia sobre esas muchas excusas que ponemos para justificar nuestra pereza y egoísmo. Si estuviéramos más atentos para corregirlas, podríamos estar más atentos para acoger a los demás y, a través de ellos, a Cristo.