Comentario a la Solemnidad de la Inmaculada Concepción
Adán y Eva habían intentado alzarse contra Dios, incluso en cierto sentido ser sus iguales: “seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal” (Gn 3,5). La consecuencia de esto no fue elevarlos sino abatirlos, no su exaltación sino su vergüenza. “Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron” (Gn 3,7). Esta ropa improvisada (más tarde Dios hará un trabajo mejor, vistiéndolos él mismo con pieles de animales: Gn 3,21) es el resultado del pecado: ya no pueden mirarse con inocencia. El pecado ha distorsionado sus pasiones y sus relaciones. También distorsionó su relación con Dios, de quien se esconden con miedo y vergüenza (Gn 3:10).
Básicamente, el pecado distorsiona, como espejos deformados o agrietados. Conocer el mal, probar el pecado (como Adán y Eva probaron el fruto prohibido) no nos enseña más. Nos nubla la visión de la realidad. La mayor falsedad es el pecado, y por eso el diablo, “mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8,44), tiene tanto interés en promoverlo.
Pero, como parte del plan de salvación de Dios, comenzó por poner un límite al mal en la Santísima Virgen María, concebida “llena de gracia” (Lc 1,28) y criatura toda santa a la que el fétido diluvio de Satanás ni siquiera pudo salpicar (Ap 12,14-16). De esta orilla sin pecado partió Cristo para someter las aguas del caos (Jn 21,4; Mc 4,35-39). María vivió plenamente en la realidad porque era profundamente humilde. Mientras que la primera Eva buscaba ensalzarse, la Nueva Eva está convencida de su propia humildad y la proclama (Lc 1,28-29.38.48). Fue la persona que más vivió las palabras de Nuestro Señor de que aquel -aquella- que se humille será exaltado (Mt 23,12) y por eso la vemos elevada a la gloria, revestida del esplendor de la gracia y del cosmos (Ap 12,1).
Esta es la Inmaculada Concepción, la fiesta que celebramos hoy con una alegría desbordante. Celebramos no sólo la exaltación de nuestra Madre espiritual, sino también, en ella, la exaltación final de la humanidad y de la Iglesia. Celebramos la realidad de que María fue concebida sin pecado en el seno de su madre en función de su propia maternidad divina. Porque ella concebiría un día al sin pecado, al Dios todo santo hecho hombre, Dios hizo que su madre fuera ella misma sin pecado, el Arca de la Alianza (Ap 11,19), el vaso sin mancha para recibir no sólo las palabras de Dios, sino a Dios mismo.