Comentario a la Solemnidad de la Natividad del Señor
La lectura del día de Navidad es siempre el profundo prólogo del evangelio de Juan. Es como si -después de la emoción de la noche de Navidad, con los ángeles cantando y los pastores yendo de prisa a ver al niño Dios- la Iglesia quisiera que nos detuviéramos a considerar la profundidad del misterio.
A través del testimonio de san Juan, se nos invita a meditar sobre lo que es literalmente el acontecimiento más extraordinario de toda la historia: el Dios todopoderoso, el Verbo eterno con el Padre, que se abaja para asumir la condición humana.
Él, el creador, se hace -en su naturaleza humana- criatura. Él, que es luz en sí mismo –“Dios de Dios, luz de luz”, como decimos en el Credo-, entra en las tinieblas humanas. Él, que es la revelación plena del Padre, acepta no ser conocido, ignorado por todos en su humilde nacimiento, salvo por algunos pastores y extranjeros exóticos. El Creador amoroso acepta ser rechazado por sus criaturas -la mayoría son indiferentes, Herodes le persigue- “Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre”.
Como lo expresan los Padres de la Iglesia, en un lenguaje audaz: Dios se hizo hombre para que nosotros nos hiciéramos Dios. Es decir, para que participemos de la naturaleza divina (véase 2 Pe 1, 4). En el Hijo divino hecho hombre somos divinizados, hechos semejantes a Dios.
El niño que yace en el pesebre nos ofrece su propia divinidad, de la que participamos a través de la gracia, la oración, la lectura de las Escrituras, las obras de amor y su recepción en la Eucaristía. Cuántas madres, adorando a su hijo, le dicen: “¡Te comería!”, palabras que sólo expresan su deseo de unión con su hijo. Lo que para ellas es sólo un deseo, para nosotros se hace realidad en la Eucaristía. El Dios niño que contemplamos con amoroso asombro entra en nosotros en la Hostia y, de un modo místico, nosotros entramos en él. “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, (eucarísticamente, en nosotros) y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”: pero eran sólo reflejos de gloria, y gloria aún velada, como cuando los ángeles celebraron el nacimiento de Cristo, o en la Transfiguración, o en la Resurrección. A través de estos reflejos anhelamos la visión plena, cuando “veremos a Dios tal como es” (1 Jn 3, 2). Jesús, “Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”. Es el conocimiento a través de la fe, como la luz a través de la nube. La alegría de la Navidad nos impulsa a buscar esa visión plena de Dios en la otra vida. Si la Navidad es un tiempo de alegría, a pesar de todas las maneras que encontramos para estropearlo, qué infinitamente maravillosa debe ser la alegría eterna del cielo.