Comentario al IV Domingo de Adviento
Casi a las puertas del nacimiento de Cristo, la Iglesia nos retrotrae nueve meses antes al momento de la Encarnación, aquel día en Nazaret en que la Santísima Virgen María concibió en su seno al Dios-hecho-hombre. Y en la primera lectura de hoy, la Iglesia nos lleva aún más atrás, más de novecientos años antes de este acontecimiento, a aquel momento en que Dios, por medio del profeta Natán, prometió a David una dinastía eterna de su linaje: “Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí, tu trono durará para siempre”.
Esa promesa se cumplió cuando María concibió, y en cuestión de horas el hijo de la estirpe de David, el hijo de María, Jesucristo, volverá a nacer a través de la liturgia de la Iglesia. Como dijo Dios a David: “Yo suscitaré descendencia tuya después de ti. Al que salga de tus entrañas le afirmaré su reino. Será él quien construya una casa a mi nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre”. Este es Jesús, el niño que nacerá en Belén, precisamente la ciudad de David. Y de este niño anunció el ángel Gabriel, enviado de Dios a María: “El Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”. La promesa de Dios a David, hecha todos esos siglos antes, se cumple ahora en la concepción y el nacimiento de Jesús.
Por eso, la Iglesia nos anima hoy, con sus lecturas, a confiar en Dios, que siempre cumple sus promesas. Puede que tarden en cumplirse, puede que se mantengan “en secreto durante siglos eternos”, como dice san Pablo en la segunda lectura, pero al final podemos cantar con el salmo de hoy: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades. Porque dijiste: ‘La misericordia es un edificio eterno’, más que el cielo has afianzado tu fidelidad”.
Para que esa promesa se hiciera realidad, la historia tuvo que dar muchos giros. La infidelidad reiterada de Israel provocó grandes sufrimientos, el hundimiento del reino y el exilio y la humillación de la nación. Pero mientras Israel fue infiel, Dios fue fiel a su palabra. Dios no nos salva por nuestra fidelidad. Más bien, nos salva de nuestra infidelidad. Al celebrar la Navidad este año, con tanto sufrimiento en nuestro mundo como resultado del pecado humano, haríamos bien en recordar esta verdad.