Comentario a la Fiesta del Bautismo del Señor
Termina el tiempo de Navidad con la fiesta del Bautismo del Señor en el Jordán, episodio cargado de misterio y evento fundamental en la Historia de la Salvación. A orillas del Jordán contemplamos con el mismo asombro del Bautista cómo el Hijo de Dios hecho hombre se pone voluntariamente en la cola de los pecadores y se somete al bautismo de penitencia que predicaba Juan.
Como fruto de este acto de solidaridad de Jesús con los hombres, se nos revela la Santísima Trinidad: en la voz del Padre, en la escucha obediente del Hijo encarnado y en la fuerza del Espíritu, que desciende sobre Él en forma de paloma. A pesar de que el relato es breve y está narrado por Marcos con sencillez, tiene gran profundidad teológica y en cierto sentido condensa la obra de la redención que Jesús venía a cumplir.
Por un lado, Jesús se sumerge en las aguas del Jordán, que simbolizan la penitencia, el castigo y la muerte que sufren los hombres por culpa del pecado. Las aguas simbolizan también el sufrimiento de Jesús en la cruz. En esto nos recuerdan a las aguas del castigo en el episodio del diluvio universal (cfr. Gn 6-9).
Pero esas mismas aguas del Jordán, santificadas por Jesús, simbolizan algo más que un castigo, son también símbolo de una nueva creación: la del bautismo cristiano. Cuando Jesús emerge de nuevo de las aguas, queda prefigurada su resurrección de entre los muertos, que es a su vez anticipo de nuestra propia resurrección. En esto, las aguas del Jordán nos recuerdan a las aguas primordiales del Génesis (cfr. Gn 1), a partir de las cuales, la voz de Dios creó todo y sobre las cuales, sobrevolaba el Espíritu de Dios.
Todo el episodio del Bautismo del Señor revela por tanto la infinita misericordia de Dios con sus criaturas. En efecto, los cielos se abren por fin para los hombres, al abrirse para Jesús; la voz del Padre, que siempre llama “Hijo Amado” al Verbo eterno, ahora se lo llama también en un ser humano, como primicia para todos nosotros; y el Espíritu Santo, que eternamente procede del amor del Padre y el Hijo, desciende sobre Jesús de Nazaret, en un anticipo de su descenso sobre los hijos de Dios
Gracias a este don precioso conquistado por el Señor en la cruz, gracias al “bautismo en el Espíritu Santo”, nosotros podemos tratar a Dios como hijos queridos, con cariño y confianza. Por eso San Cirilo de Jerusalén nos dice: “si tú tienes una piedad sincera, sobre ti descenderá también el Espíritu Santo y oirás la voz del Padre” [1].
La verdad gozosa de nuestra filiación divina puede y debe iluminar toda nuestra vida hasta vivir y pensar como el propio Jesús. San Josemaría nos dice a este respecto que sabernos y sentirnos hijos de Dios, “supone un auténtico programa de vida interior, que hay que canalizar a través de tus relaciones de piedad con Dios —pocas, pero constantes, insisto—, que te permitirán adquirir los sentimientos y las maneras de un buen hijo” [2].
La persona que se siente mirada amorosamente por Dios en todo momento, como se sentía Jesús, se llena de consuelo y seguridad, porque ese Dios bueno, que derrama sobre ella su cariño incondicional, le dice: “tú eres mi hijo amado”.
Ahora que vamos a iniciar el tiempo ordinario, plagado de pequeñas situaciones cotidianas y corrientes, podemos redescubrir de nuevo este don maravilloso que Jesús nos ha obtenido en la cruz y darlo a conocer a nuestros familiares y amigos.
[1] San Cirilo de Jerusalén, Catequesis III, Sobre el Bautismo, 14.
[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 150.