Cuentos con moraleja: “Por sus obras los conoceréis”
Sofía Berdanska era una jovencita polaca de 18 años que acababa de perder a su padre. Pronto comprendió que debía trabajar para ayudar a mantener a su madre, bastante delicada de salud, y a su hermano pequeño.
A pesar de su corta edad, decidió colocarse como institutriz en alguna casa de gente pudiente. Buscó una carta de recomendación y fue a visitar a varias familias católicas, pero en ninguna la aceptaron, no tanto porque no la necesitaran sino más bien porque, debido a la crisis económica, todos trataban de reducir gastos. A Sofía se le encogía el corazón cuando pensaba que su madre y su hermano estaban muertos de hambre y de frío en casa. Ella no cesaba de pedir a Dios y, al final, su oración fue escuchada.
Un buen día le hablaron de la familia Herstein: una familia muy bien acomodada con cuatro niños y que acababan de quedarse sin señorita de compañía. Allí se presentó Sofía y preguntó por Javiva Herstein, la señora de la casa. Después de los primeros saludos la señora le preguntó:
– Usted es, ¿usted no es judía?
Sofía fijó sus ojos en los de la señora y pronto advirtió, por aquellas facciones y aquel modo de hablar, que se encontraba ante una judía. Y entonces respondió con sinceridad:
– No, señora. Soy polaca y católica.
La señora quedó por unos instantes en silencio, momento que aprovechó para leer la carta de recomendación que traía Sofía en sus manos. Cuando terminó de leerla le hizo un segundo repaso de arriba abajo a la joven. Javiva, la señora de la casa, advirtió que Sofía, debido a su situación familiar de extrema necesidad, se conformaría con un módico sueldo (algo muy importante para un judío); por otro lado, tenía buena presencia y un modo de hablar sumamente agradable. Además –y esto no se lo dijo a la joven- por su casa habían desfilado ya bastantes institutrices y todas se habían marchado bruscamente, quedando la señora con el problema de encontrar una nueva institutriz que tuviera más paciencia.
Así pues, pensó en aceptarla, no sin antes darle algunos importantes avisos:
– Este cargo es algo difícil. Yo tengo que pasarme todo el día en el comercio y no me puedo ocupar de los cuatro pequeños. Mi madre, que me ayuda en el gobierno de la casa, los tiene un poco mal acostumbrados…. Los niños son algo caprichosos y tienen el genio fuerte.
A lo que Sofía respondió:
– Lo que usted me indica no tiene realmente mucha importancia: son cosas de niños. No se preocupe. Ya verá cómo hago todo lo posible por educarlos y atenderlos bien.
En vista de que la futura institutriz se presentaba con tan buenas disposiciones, la señora Herstein expuso todas sus exigencias en lo que se refería a horarios, trabajo diario, sueldo…. Y terminó diciendo:
- Si hago el sacrificio de tomar a una católica para la educación de mis niños, es con una condición: Usted tiene que prometerme, bajo palabra de honor, que nunca hablará de su religión a mis hijos. Más aún, que ni siquiera dejará que ellos conozcan a qué religión pertenece usted.
Sofía volvió a pensar en su hogar. Pensó también que hay muchas maneras de predicar a Cristo y luego, respondió con serenidad:
- Se lo prometo, señora. Palabra de honor – haciéndose, sin darse cuenta, la señal de la cruz sobre el pecho.
Sofía pronto conquistó el corazón de la señora por su total disposición y el buen hacer, y siempre fue fiel a su promesa. Con los niños la labor fue más difícil pues eran egoístas, soberbios, maleducados, intransigentes… Pasaron varias semanas y como compensación, y a escondidas del intransigente esposo, permitió a la institutriz ir cada domingo a la primera Misa, con tal de que nadie se enterara.
Sofía solía ir a la Iglesia cuando los faroles, cubiertos todavía de la escarcha de la noche, proyectaban un misterioso resplandor sobre la nieve recién caída. Aquella jovencita polaca sentía necesidad de su comunión semanal para mantenerse sonriente, bondadosa y laboriosa en medio de esta familia, en la que cuatro pequeños la tiranizaban continuamente. Nunca se había imaginado que pudieran existir cuatro niños tan indisciplinados, perezosos y revoltosos como estos.
De vez en cuando, Sofía iba a visitar a su madre para entregarle la paga y pasar algún ratito con ella. En su primera visita, su madre sacó un medallón que tenía guardado en un viejo cofre que antaño había pertenecido a su abuela. Era uno de aquellos medallones en los que se solían llevar pequeños recuerdos de las personas queridas. Sofía tomó un papelito, escribió en él una palabra y lo ocultó dentro del medallón. Desde ese momento siempre lo llevó al cuello. En numerosas ocasiones los niños le habían preguntado qué tenía dentro del medallón, pero ella nunca se lo dejaba abrir. Un día, tanto le insistieron que les respondió:
- Ese es mi secreto, niños.
Poco a poco, una transformación silenciosa había ido cambiando el hogar de la familia Herstein. Los niños se hicieron obedientes y respetuosos, y los padres se miraban más que sorprendidos del profundo cambio que habían sufrido sus hijos gracias a la paciencia, el cariño y el buen hacer de Sofía.
Ocasionalmente, la madre reunía a los niños para preguntarles de qué les hablaba la institutriz, intentando indagar si les estaba enseñando ideas cristianas, pero Sofía siempre fue fiel a su palabra. Los niños no sabían a qué religión pertenecía ni tenían la más mínima sospecha.
Un día, la desgracia se cernió sobre la familia: el pequeño Samuel, penúltimo de los cuatro, cayó enfermo de un mal terrible: granos supurantes le cubrían el rostro y lo hacían sufrir atrozmente. El médico nunca se atrevió a pronunciar el nombre de la enfermedad, que, por otra parte, estaba en la mente de todos: sólo se limitaba a decir que era una enfermedad muy grave y contagiosa que precisaba total aislamiento. Según luego el mismo médico comunicó: había muchos casos similares en el pueblo y el único hospital que había estaba a rebosar, por lo que no quedaba más remedio que cuidarlo en casa.
– ¿Adónde llevar al niño? ¿Cuidarlo en casa? Sí, pero ¿quién lo velaría? Yo no puedo, pues tengo que atender el comercio. – pensó la madre.
En eso que sus ojos se encontraron con los de Sofía, quien comprendía la preocupación de la madre y le respondió sin titubear un segundo:
- Yo, señora, cuidaré de Samuel.
Como no se habían tomado bastantes precauciones, otros dos niños de la familia cayeron enfermos. Sofía se pasaba todo el día yendo de una cama a la otra sin tener ni un minuto de descanso.
La joven polaca, velaba, llevaba las medicinas, hacía la limpieza de casa, lavaba a los niños… tanto hacía y tan bien que, después de varias semanas, los tres niños enfermos estaban fuera de peligro.
Cuando todo parecía que el grave problema se iba a superar, fue la misma Sofía quien contrajo el mal. La señora Herstein, muy preocupada por Sofía, la llevó al hospital de Varsovia, donde después de una semana luchando contra la fiebre y el dolor falleció.
Al día siguiente, en medio del dolor de los esposos Herstein y del llanto de los niños, fue llevada a la casa de su madre y enterrada en el panteón familiar junto a su padre.
Pasó un año, y cuando se cumplía el aniversario de su fallecimiento, toda la familia Herstein asistió a la Misa de aniversario y comulgó en la Iglesia de San Alejandro. Todos se habían convertido al catolicismo. ¿Quién había hecho este milagro? Sin duda, Sofía Berdanska, la joven polaca que trabajaba por mantener a su madre y a su hermanito. Nunca había hablado de Jesucristo ni del Evangelio, pero el ejemplo de su vida fue suficiente para convertir a todos.