Comentario a la Solemnidad de la Ascensión del Señor
Un peligro al que nos enfrentamos es ver la Ascensión como una mera anécdota sobre la vida de Jesús y como algo irrelevante para nuestras vidas, un poco como el final de un bonito cuento: “Todos vivieron felices para siempre”. Y luego te olvidas del cuento y sigues con la vida real.
Pero el acontecimiento de la Ascensión de Jesús es absolutamente esencial para nuestra propia vida: para nuestra vida eterna y para nuestra vida cotidiana. Es esencial para nuestra vida eterna porque la Ascensión de Jesús nos enseña un hecho clave: la humanidad tiene un lugar en el cielo. Podemos entrar en el cielo con nuestra alma y nuestro cuerpo porque Jesús lo hizo; y Él está allí con su alma y su cuerpo, como hombre y como Dios, ahora. Gracias a Él y en Él, por su Ascensión, nosotros, seres humanos de carne y hueso, podemos esperar llegar al cielo tal como somos, no como ángeles que no somos, sino como humanos, con esos cuerpos glorificados que recibiremos al final de los tiempos.
Y la Ascensión es una realidad que debe afectar también a nuestra vida cotidiana. Si queremos ascender al cielo en el momento de la muerte, tenemos que intentar ascender a Dios todos los días de nuestra vida. Cada día tiene que ser una ascensión. No podemos esperar subir a Dios cuando muramos, si durante toda nuestra vida sólo hemos estado mirando hacia abajo, hacia las cosas de la tierra. “Levantemos el corazón”, nos dice el sacerdote en Misa, y nosotros respondemos; “Lo tenemos levantado hacia el Señor”. Pero, ¿lo hacemos?
En el Evangelio de hoy, Jesús nos enseña que, por el poder de su Ascensión, podemos expulsar demonios, tener el don de lenguas, coger serpientes, salir ilesos de venenos mortales y curar a los enfermos. No se trata de hacernos presumir neciamente, sino de enseñarnos que la gracia que Cristo nos envía desde el cielo tiene realmente poder en la tierra.
¿Cómo ascendemos a Dios en la vida cotidiana? Sobre todo, deseando más a Dios, pasando de una visión terrena a una visión ascendente. Esto se traduce en acciones prácticas diarias: hacemos que el cielo sea más nuestra ambición que el éxito terrenal; buscamos la gloria de Dios más que la nuestra propia; buscamos el tesoro en el cielo más que la riqueza en la tierra; aspiramos más a la belleza real de la virtud y el amor -a Dios y al prójimo- que a la belleza vacía de la ropa y el aspecto físico. Es al recibir la Eucaristía cuando Dios más nos lleva hacia sí. En la confesión, nos liberamos de los pecados que nos oprimen. En la oración diaria, nuestro corazón asciende hacia el Señor. Mediante la lectura espiritual y la meditación de la Escritura, el Espíritu Santo nos ayuda a dirigir nuestra mirada al cielo.