Solemnidad de la Santísima Trinidad
26 de mayo de 2024

 

Contemplando tu rostro, aprendemos a decir: Hágase tu voluntad

A cuantos en nuestra Iglesia profesáis la vida contemplativa

 

Muy queridos hermanos y hermanas:

Cuando la liturgia contempla y proclama el misterio de Dios en la solemnidad de la Santísima Trinidad, la Iglesia dirige su mirada y su corazón con gratitud, en la Jornada Pro Orantibus, a los que os habéis consagrado enteramente a vivir en la intimidad de Dios, en un silencio habitado por el don de su Espíritu. Una vida en la que contemplar es descubrir y amar la verdad, la bondad y la belleza del Dios que se revela a cada instante en la cotidianeidad de vuestros claustros.

Una vida escondida no es una vida que se oculta o aparta de la realidad, sino aquella en la que van de la mano la contemplación y la obediencia, tal como recoge el lema para la Jornada de este año 2024: Contemplando tu rostro, aprendemos a decir: “¡Hágase tu voluntad!”. Contemplación y voluntad son el mismo camino de doble sentido en el que don y tarea, gracia y libertad se encuentran en la ofrenda filial y fraterna de vuestras vidas.

 

Misterio de Dios y contemplación

Los hijos de la Iglesia, para saber de Dios, para gustar de Dios, para adentrarnos en su misterio, necesitamos ejercitar en la contemplación la mirada de la fe, necesitamos hacernos con unos ojos contemplativos.

La palabra que se proclama en la liturgia de este día revela lo que Dios es para nosotros: “El Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra: no hay otro”; recuerda lo que nosotros somos para Dios: “Habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡Abba, Padre!»; y nos hace sentir la dicha de lo que somos a la vista de todos: “el pueblo que el Señor se escogió como heredad”.

Decimos que la palabra “recuerda”, “revela”, “nos hace sentir”, pero todas esas expresiones se quedarán vacías de sentido si no se lo da la mirada contemplativa, esa mirada que nos permite buscar el rostro de Dios y sumergirnos en su intimidad, sumergirnos “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Sólo así amamos con amor de hijos, gustamos el amor con que somos amados, y permanecemos en ese amor que nos sostiene.

 

La mirada contemplativa

La fe es reconocimiento y confesión de lo que Dios es para nosotros y de lo que nosotros somos para Dios. Eso significa que la fe es necesariamente memoria asombrada, gozosa y agradecida de las maravillas de Dios, esas huellas divinas presentes en la historia personal y comunitaria, tantas veces discretas, siempre sorprendentes.

La historia de la salvación, la historia de Dios con su pueblo es la primera fuente de asombro para la fe. Leyendo las páginas de esa historia, el salmista aprende el canto de la fe e invita a los creyentes: “Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres” (Sal 106,8.15.21.31). Las maravillas de Dios, reconocidas, hablan de su misericordia; la misericordia de Dios, experimentada, nos adentra en su intimidad. Y allí, desde la intimidad de Dios, brotan naturales el agradecimiento y el canto.

Si la mirada de la fe, sin apartarse de la historia del pueblo de Dios, se vuelve hacia la realidad personal, hacia el mundo interior del creyente, ese mundo que sólo Dios sondea y conoce, también ahí encontraremos ocasión de asombro, de entrega, de obediencia a Aquel que nos sobrepasa con la grandeza de sus incomparables designios: “Si me pongo a contarlos, son más que arena; si los doy por terminados, aún me quedas tú” (Sal 138,18).

 

Contemplando, aprendemos tu voluntad

Contemplando aprendemos a reconocer tu grandeza, a contar tu fidelidad y tu salvación, a proclamar tu misericordia y tu lealtad. Contemplando, aprendemos lo que eres y lo que quieres, porque sólo quieres lo que eres: eres amor, das amor, pides que amemos.

Nos abriste el oído para que escuchemos, y con la fe nos diste la luz para que te contemplemos y conozcamos que tu ley es el amor. Entonces, desde el corazón de cada uno de tus hijos, la fe va diciendo: “Aquí estoy para hacer tu voluntad.  Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en mis entrañas” (Sal 39,8-9).

Contemplando, aprendemos a amar, aprendemos a ser hijos de nuestro Padre del cielo, aprendemos a permanecer en Cristo Jesús, aprendemos a movernos al aire del Espíritu de Dios. Contemplando, aprendemos a decir: Hágase tu voluntad.

Queridas hermanas y hermanos contemplativos: ¡Cuántas maravillas ha hecho el Señor nuestro Dios!, ¡cuántos planes a favor nuestro! Unos a otros nos hemos de ayudar para que todos podamos conocer el Amor del que venimos, el Amor al que vamos, el amor que es nuestra vocación. En ese camino, nos precedéis, desde vuestra vida nos animáis a todos, con vuestra caridad nos fortalecéis, con vuestra oración nos acompañáis.

Contad con el agradecimiento y el cariño de esta Iglesia diocesana, que se une a vuestra oración a Dios Padre por Jesucristo en el Espíritu. En comunión de fe y vida, os envío un cordial saludo con mi bendición.

 

+ Francisco José Prieto Fernández,
Arzobispo de Santiago de Compostela.