Comentario al XIV Domingo del Tiempo Ordinario
Uno pensaría que cuando Jesús regresó a su propia ciudad, Nazaret, donde se había criado, habría tenido una buena acogida. Seguramente lo conocían y les habría caído bien. Pues bien, le conocían, o creían conocerle, y ese era precisamente el problema.
Le habían visto crecer. Era el carpintero local. Conocían a sus parientes cercanos. Les sorprendió que supiera tanto. En los 30 años anteriores a su partida de Nazaret, probablemente nunca había predicado en la sinagoga. Por eso, en el Evangelio de hoy, oímos a sus vecinos decir: “¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? […] Y se escandalizaban a cuenta de él”.
Jesús les dejó como el carpintero del pueblo. Volvió como el Salvador del mundo. No había cambiado. Siempre había sido el Salvador del mundo, pero lo había mantenido oculto. Ahora revela la verdad sobre sí mismo. Pero estas personas no estaban dispuestas a dejar que se perturbara su comodidad. No querían saber más.
Podemos enfrentarnos al mismo peligro. Tenemos un escaso conocimiento de nuestra fe y esto nos impide querer profundizar. Esa es la gran tragedia: nos volvemos complacientes. No queremos saber más.
Una de las peores maldiciones posibles es saber un poco y pensar que con eso basta. Como dice el refrán: “Saber poco es peligroso”. El que podría decirse que es el teólogo más grande de la Iglesia, santo Tomás de Aquino, a quien Dios dijo una vez: “Has escrito bien sobre mí, Tomás”, tuvo más tarde una visión de Dios en el cielo. Esta visión le impactó tanto que dejó la pluma y no volvió a escribir. Comparado con lo que había visto en aquella visión, pensó que todo lo que había escrito era “paja”. Murió pocos meses después.
Dios es siempre más. Es infinito. Hay mucho que aprender sobre Él. La gran mística santa Catalina de Siena describió el llegar a conocer a Dios como sumergirse en un océano infinito donde siempre hay más por descubrir. Dios nos colmará en la medida en que nos dejemos colmar. Si nuestro deseo es como un dedal, Dios nos dará un dedal lleno de sí mismo. Si nuestro deseo es como un cubo, Dios nos dará un cubo lleno de sí mismo. Si nuestro deseo es como un embalse, Dios nos llenará como un embalse. Y si nuestro deseo es como un océano, Dios nos llenará como un océano. En última instancia, la pregunta es: ¿Cuánto deseo conocer a Dios?