La misión principal de los abuelos es la de proporcionar serenidad y paz a todos los miembros de la familia. Más que mandar, ahora les toca consolar. En lugar de reprender o castigar, les toca alentar y animar.

Desde la experiencia que dan los años, pueden curar heridas, calmar borrascas, suavizar roces… También a ellos les compete repartir comprensión, escuchar quejas, limar asperezas, ser la retaguardia de la casa, el consejo oportuno, ser el observador sereno y equilibrado en los hogares de sus hijos. A ellos también les compete prestar ayuda a la familia, suplir a sus hijos en situación de emergencia… Y no digamos en el terreno espiritual: los abuelos son en la mayoría de los casos un recordatorio para los más jóvenes de la casa de que Dios existe, un estímulo para su fe y un ejemplo de vida virtuosa y santa.

Los mayores no son un objeto decorativo, vetusto y en ocasiones molesto que presentamos a nuestros amigos cuando vienen a visitarnos a casa: peor aún, los ocultamos cuando llegan para que así no molesten.

Hace unos años me contaron una historia que tiene un sencillo e importante mensaje para todos aquellos que disfrutáis todavía de la presencia de los abuelos.

A unos kilómetros de la ciudad de Mieres del Camino (Asturias), en un lugar descampado, cerca de una mina de carbón, había una humilde casita que, aunque en un principio había sido blanca, ahora, con el paso de los años, estaba casi tan negra como las manos de Raúl, su dueño.

Raúl era padre de tres hijos, el menor, de 9 años; perdió a su mujer en el último parto y desde los 27 trabajaba duramente en la mina de carbón para sacar adelante a su familia. Vivía también con ellos el abuelo Carmelo, padre de Raúl, y que desde que se quedó viudo había sido recogido por su hijo en la casa.

A Carmelo, que estaba ya cerca de los ochenta, le gustaba pasarse largas horas sentado en la hamaca meciéndose frente a la chimenea, pensando en algún cuento para contarle a su nieto más pequeño o en mil otras aventuras de su pasado. Era un hombre al que los sufrimientos de la vida y la pérdida de su mujer lo habían hecho tierno y afable.

Cierto día, Raúl volvió del trabajo bastante disgustado porque había tenido un problema serio con el encargado de la mina. Esa misma mañana, el encargado había llamado a los mineros y les había dicho que tenían que abrir una nueva galería en el tercer pozo. Cuando estaban ya con los picos en la mano para empezar el trabajo, comprobaron que por una de las grietas de la pared salía gas grisú. Los mineros se negaron a permanecer allí por el peligro de explosión y de asfixia. Hubo sus más y sus menos y al final, para no perder el trabajo, no les quedó más remedio que arriesgarse y trabajar. Trabajaron todo el día, aunque estaban temerosos de que en cualquier momento hubiera una explosión, se derrumbaran las galerías y quedaran todos atrapados y sin remedio.

Afortunadamente no ocurrió nada, pero los nervios y la angustia se vengaron cuando a la tarde nuestro minero llegó a su casa.

Cuando el abuelo lo vio llegar, no percibió el estado de agitación en el que se encontraba su hijo. No hacía más que perseguirlo por las habitaciones de la casa para contarle que se había roto la estufa y que hacía mucho frío.

¿Me oyes? ¡Que se ha roto la estufa! ¡Tendrás que arreglarla si no quieres que esta noche nos muramos de frío! – dijo el abuelo.

Padre e hijo tropezaron en medio del pasillo, tropiezo que hizo explotar al hijo, quien todavía estaba con los nervios a flor de piel por lo acontecido en la mina:

¡Papá! ¡Siempre estás en medio, como el jueves!

Y a esta “bendición” añadió otros tantos improperios para desahogarse.

El abuelo, conociendo bien a su hijo y más todavía la naturaleza humana, prefirió quedarse callado ante el peligro de una “guerra” inminente.

¡No sirves para nada! ¡Lo único que haces es crear problemas! ¡Por lo menos podrías pagar la comida que te comes! – prosiguió el hijo.

Julito, el hijo pequeño de Raúl, rompió a llorar cuando oyó todo lo que su padre le estaba diciendo a su querido abuelo. Su abuelo era para él su madre, su amigo, su cuentacuentos…: nieto y abuelo eran un solo corazón.

El padre llamó a su hijo pequeño y le dijo:

¡Julito! ¡Tráeme la manta que hay en mi cama para que el abuelo se cubra! ¡Sólo faltaría que se nos enferme y tengamos que llevarlo al hospital!

Julito escuchó la orden de su padre con atención. Fue al dormitorio, cogió la manta, la cortó en dos y le llevó a su padre una mitad. El padre, furioso, zarandeó a su hijo mientras le gritaba:

¡Te ordené que me trajeras la manta y no sólo la has roto, sino que encima me traes la mitad!

El niño, un tanto asustado, pero, con voz firme, le respondió a su padre:

¡Papá! ¡Es que estoy guardando la otra mitad para cuando seas viejito tú!

El padre, aunque todavía un tanto enfadado y molesto, captó el mensaje. Se acercó al abuelo, le dio un beso en la frente y ya más calmado y sereno se dispuso a arreglar la estufa.

……………………..

Esta historia que aquí se relata a modo de cuento con qué frecuencia se repite en muchos hogares cristianos. Abuelos que dieron toda su vida por el bien de sus hijos ahora sólo encuentran incomprensión, impaciencia y falta de cariño por parte de ellos. Unos hijos que no saben que si así actúan habrá también media manta preparada para ellos (y puede que ni eso). Ya lo dijo el Señor:

“Con la medida con que midáis se os medirá y hasta se os dará de más” (Mc 4:24).

O esta otra tomada del libro del Eclesiástico:

“Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre su prole. El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha. Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque chochee, ten indulgencia, no lo abochornes mientras vivas” (Eclo 3: 2-6. 12-14).