Cuentos con moraleja: “La tentación del camino fácil”
Hace ya algunos años, me contaron la historia de un hombre que se fue al desierto del Sahara a participar en una carrera de coches de algo más de 1000 km. La salida estaba en la ciudad costera del Aiún y la llegada la tenía en Choum (Mauritania). Era una carrera muy dura de resistencia tanto para los coches como para las personas. No se podían detener a comprar nada ni desviarse del camino trazado; si tenían algún problema tenían que valerse por ellos mismos, no pudiendo recibir ayuda de nadie a no ser que quisieran ser descalificados.
Para nuestro amigo, era la primera vez que participaba en una competición así. Pensó en los posibles imprevistos y llenó el coche de todo lo que creyó podía necesitar: agua en abundancia, comida, dátiles, ropa de abrigo, gafas para protegerse de la arena, herramientas, gasolina extra, dos ruedas de repuesto…
La carrera ya estaba bastante avanzada. Él había intentado preparar su coche lo mejor que supo para una prueba tan dura, pero su falta de experiencia en una competición tan dura se dejó ver cuando surgieron algunos problemas. Durante varios días, una fuerte tormenta de arena borró la gran mayoría de señales que habían puesto a lo largo del camino para que no se perdieran. Disponían de una brújula y de las estrellas para guiarse, pero no podían llevar instrumentos modernos como el GPS.
Fue tan mala su suerte que la arena cubrió una gran piedra que había en medio del camino. Iba nuestro corredor tan rápido que cuando pudo percibir el peligro ya era demasiado tarde. Dio un volantazo, pero la rueda trasera izquierda derrapó y chocó con la piedra; ésta se pinchó, y el coche comenzó a hacer zigzag hasta que se dio la vuelta. Con tan mala suerte que quedó con las ruedas en todo lo alto. ¿Qué hacer ahora? Intentó con todas sus fuerzas darle la vuelta al coche, pero no pudo.
La noche se le echó encima. Ahí estaba él en medio del desierto con la esperanza de que alguien pasara y avisara a los organizadores de la carrera de su accidente. A pesar de la manta que se echó encima, el frío que hizo esa noche era tal que le castañeteaban los dientes. No tenía madera para encender un fuego. No se podía meter dentro del coche, pues no había modo de entrar. Sólo le quedaba esperar el nuevo día para tomar algunas provisiones y poderse dirigir al poblado u oasis más cercano.
Una vez cogido lo más imprescindible, nuestro hombre, brújula en mano, se dispuso a caminar entre las dunas, pidiendo a Dios que pronto apareciera un lugar habitado. Estuvo caminando durante casi dos días sin ver nada más que arena.
A media tarde del segundo día, cuando los rayos del sol comenzaban a declinar, el agua ya se le había acabado y de tanto andar tenía grandes ampollas en los pies, divisó a lo lejos una mancha verdusca y como árboles que se levantaban entre las dunas. Aceleró el paso con la esperanza de llegar a lo que él creía un oasis antes de que cayera la noche.
Desgraciadamente, la sed, el cansancio y el fuerte dolor de pies lo impidieron llegar esa noche. Por lo que serenándose un poco y pensando dos veces qué era mejor hacer, se envolvió en la manta para pasar la noche y esperar el alborear del día siguiente para no pasar de largo su destino.
Llegó la mañana. Un aire relativamente fresco le despertó. Abrió los ojos que estaban medio cubiertos de arena y pudo divisar que a poco más de un kilómetro se encontraba su soñado oasis. Después de andar por poco más de media hora, por fin llegó a las palmeras y a su destino. La boca la tenía seca y los labios comenzaban a agrietarse; pero sólo de pensar que en unos minutos estaría bebiendo agua fresca, fue capaz de dar los últimos pasos. De pronto, lo que de lejos le había parecido un charco de agua no era sino un espejismo. Tremendamente cansado y desanimado, encontró una pequeña sombra donde acomodarse para protegerse del sol del desierto, mientras pensaba alguna otra posible salida.
El desánimo y el horror ante una posible muerte, cada vez más cercana, se fue apoderando de él. Miró a su alrededor y detrás de una maleza prácticamente seca que había junto al tronco de una palmera vio una vieja bomba de agua toda oxidada. Un atisbo de esperanza le dio fuerzas para caminar los pasos que le separaban de la bomba. Una vez junto a ella, cogió la manivela y comenzó a bombear, a bombear y a bombear sin parar, pero nada sucedía. Aparentemente el aljibe, pozo o lo que fuera estaba seco.
Desilusionado, cayó postrado hacia atrás, y entonces notó que a su lado había una botella vieja con una pequeña nota de papel, ya quemada por el sol. La miró, la limpió de todo el polvo y la arena que la cubría, y pudo leer que decía:
“Necesita primero cebar la bomba con toda el agua que contiene esta botella. Una vez cebada, podrá sacar agua fresca del aljibe. Cuando acabe, tenga la gentileza de llenar la botella nuevamente antes de marchar para que otro desafortunado pueda usarla también”.
El hombre desenroscó la tapa de la botella, y vio que estaba llena de agua… ¡llena de agua! De pronto, se vio en un dilema: si bebía aquella agua, podría sobrevivir; pero si la vertía en esa bomba vieja y oxidada, tal vez obtendría agua fresca del fondo del aljibe y podría tomar toda el agua que quisiese (o tal vez no). Tal vez, la bomba no funcionaría y el agua de la botella sería desperdiciada. ¿Qué debería hacer?
¿Derramar el agua en la bomba y esperar a que saliese agua fresca… o beber el agua vieja de la botella e ignorar el mensaje? ¿Debía perder toda aquella agua que sería su salvación, con la esperanza de que lo que decía la nota fuera cierto? ¿Quién le podía asegurar que lo que decía la nota era verdad?
En medio del dilema, la sed y el calor, todavía tuvo la mente fría para pensar: Esta agua sólo me puede servir para como mucho un día; en cambio, si saco agua del pozo, podré hartarme y al mismo tiempo tomar algo para el resto del camino; y, ya de paso, ayudar a otro futuro desafortunado como yo.
Al final, derramó toda el agua en la bomba, agarró con las pocas fuerzas que le quedaban la manivela y comenzó a bombear. La bomba comenzó a chirriar. Probablemente habían pasado algunos años desde la última vez que alguien la usara. Bombeaba insistentemente, pero ¡nada pasaba! Siguió bombeando, era su única esperanza. La bomba continuaba con sus ruidos hasta que de pronto surgió, primero, un hilo de agua, después, un pequeño flujo y finalmente, el agua corrió con abundancia… ¡Agua fresca, cristalina!
Llenó la botella y bebió ansiosamente, la llenó otra vez y tomó aún más de su contenido refrescante.
Una vez que él se había saciado y cogido abundante agua para el resto de su camino, la llenó de nuevo con agua para el próximo viajero. Tomó la pequeña nota que tenía y añadió otra frase:
“¡Créame que funciona! Usted tiene que echar toda el agua, pero ya verá como la bomba no le traiciona”.
Esta historia tiene una profunda enseñanza que el mismo Jesucristo nos muestra en el evangelio:
“El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí la hallará”. (Mc 8:35)
Cuántas veces somos tentados de beber del agua de la botella, creyendo que, si invertimos toda esa agua en reparar la bomba, al final nos quedaremos sin agua y sin vida. Si confiamos en el mensaje de Dios, Él, como en el caso de la samaritana en el pozo de Jacob (Jn 4: 5-43), nos dará un agua que saltará hasta la vida eterna.