Cuentos con moraleja: “Como el orgullo de una montaña”
Hace ya muchos, pero que muchos años, hubo un planeta pequeñito, muy joven, completamente liso, al que le salió una montañita que creció hasta 736 metros. Así estuvo un millón de años.
Con el tiempo comenzaron a surgir en la llanura otras montañitas, que también crecieron. La primera, irritada por la pérdida de su dominio, hizo esfuerzos y creció 362 metros más y, a medida que transcurría el tiempo, creció algunos metros en proporción a su orgullo.
Pero tanto crecer fue en vano pues comprobó que en sus cumbres ya no había vida a causa del frío y de los fuertes vientos; en cambio, las otras montañitas se cubrían de árboles donde anidaban mil clases de pájaros y eran acariciadas por suaves brisas. ¡Qué envidia!
Finalmente, no lo pudo aguantar y estalló convertida en fiero volcán, envenenó el aire, mató toda vida, desoló sus propias laderas, secó y arruinó a todas las montañas. Pasada la furia loca, vio su obra y… apagándose se arrepintió.
Entonces de sus laderas brotaron lágrimas en forma de fuentes purísimas a cuyas aguas regresaron de nuevo los pájaros y con ellos las semillas.
Cuando se disiparon las cenizas, volvió a brillar el sol. Como su tierra era nueva, salida de las entrañas del planeta y rica en minerales y gérmenes de vida, pronto se hizo hermosa, muy verde y adornada de nubes que le dieron sombra y caricias.
Su vida contagió a las otras tierras y en adelante, vivió erosionándose callada y humildemente para convertirse en un frondoso valle de ríos y bosques que aún hoy se pueden reconocer.
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El principio de esta historia podría asemejarse mucho a los cuarenta o cincuenta primeros años de la vida de muchos de nosotros. Estamos preocupados en crecer. No nos gusta que nadie destaque más que nosotros. Y cuando sentimos que alguien empieza a hacernos sombra, intentamos crecer y crecer más para siempre destacar. Llega un momento en el que hemos crecido tanto que nos separamos de las personas que nos rodean. Ya nadie nos soporta ni viene a solicitar nuestra ayuda, pues nos hemos transformado en personas intratables y de carácter bastante agrio.
Si quedara en nosotros una brizna de virtud, antes o después nos daríamos cuenta de la vaciedad de nuestra vida, pero, no reconociendo todavía nuestro fracaso, estallaríamos, como volcán lleno de orgullo, intentando hacer todo el daño posible a los que nos rodearan, sin darnos cuenta de que con ello también destruiríamos la poca vida que quedase en nosotros mismos.
En ese momento especialmente delicado de nuestra vida, si tuviéramos la inteligencia para reconocer el mal que habíamos hecho, y la humildad para saber que necesitábamos cambiar, lo primero que vendría a nuestro corazón serían lágrimas de arrepentimiento. Lágrimas que regarían nuestras laderas en las que de nuevo comenzarían a verse la luz, el color y el fruto. Sería entonces cuando otros, atraídos por nuestra belleza, se acercarían a encontrar paz y alegría a nuestro lado; y, con ellos, nosotros también encontraríamos la nuestra.
Y sin darse cuenta, como si se tratara de un relámpago que ilumina fugazmente el horizonte, habrían pasado los años de nuestra vida. Hubo un tiempo en el que creíamos que la vida era crecer, destacar sobre los demás, conseguir poder…, hasta que llegó un momento, quizás causado por la soledad, el vacío y la tristeza, en el que descubrimos que era mejor contar con los demás, ser humildes, dejarse erosionar, aceptar a Dios.
Bendito seas, si al final de tus días, después de haber comprendido, como la montaña, que es más bello ser humildes y dejarse erosionar por el viento, la lluvia y el tiempo, vas caminando lenta, serena y felizmente, como las aguas de este río, hasta encontrarte con tu Hacedor.
Desde las altas cimas
de elevadas montañas y hondas simas
va el río descendiendo,
en rumorosos saltos repitiendo
la canción de sus aguas cristalinas
en paso más ligero, entre colinas,
pues siente de la tierra la presura
de llegar con presteza a la llanura.
Mas, viendo que a su canto
nadie responde, entristecido tanto,
en curso más sinuoso,
más cansado, más triste y perezoso,
el mar sigue buscando.
Y mientras va bajando,
para que el trigo en primavera espigue,
sus aguas va dejando,
y el río sigue y sigue
a ver si unirse con el mar consigue.[1]
[1] Alfonso Gálvez, Cantos del final del camino, Shoreless Lake Press, New Jersey, 2016.