En la primera lectura de hoy, la sabiduría se describe como alimento. “Venid a comer de mi pan, a beber el vino que he mezclado”, clama la sabiduría, personificada como una mujer. Es una buena metáfora. Ciertamente, no queremos comer el pan de la necedad: “la boca del tonto se apacienta de sandeces”, nos dice más adelante el libro de los Proverbios (Prov 15, 14). Y san Pablo nos advierte en la segunda lectura: “No os emborrachéis con vino, que lleva al libertinaje”.

Pero lo que en el Antiguo Testamento era sólo una metáfora se convierte en la verdad más literal en Cristo. Podemos comer verdaderamente la sabiduría en la persona de Cristo, porque Él es la “sabiduría de Dios” (1 Co 1, 24). Y comer de él no es una metáfora. Es absolutamente real y literal, como insiste Nuestro Señor en el evangelio de hoy.

Hemos llegado ahora al punto del evangelio de Juan en el que Jesús da una revelación completa y explícita de la Eucaristía, el sacramento de su presencia, que explica en este discurso e instituirá en la Última Cena. En todo lo que dice Nuestro Señor no hay lugar para la duda. “Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”. Esto escandaliza a los judíos: “Disputaban los judíos entre sí: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”. Pero en vez de echarse atrás o decir que sólo hablaba metafóricamente, insiste aún más: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida”.

Al comer la carne de Cristo, él vive en nosotros y nosotros en él, y viviremos para siempre, enseña Jesús.

La Eucaristía es la máxima comunión en la mesa: no es sólo una comida compartida con un ser querido, es comer al propio ser querido. En los primeros tiempos de la Iglesia, los paganos pensaban que los cristianos realizaban ritos caníbales, pero nada más lejos de la realidad. El mal del canibalismo es la destrucción del comido. En la Eucaristía, Cristo no es destruido: al contrario, nos hace partícipes de su vida eterna.

Y entonces, sí, esta recepción de Cristo, Dios mismo bajo la forma del pan y del vino, nos lleva a vivir en el Espíritu: “Estad llenos del Espíritu”, dice san Pablo. La recepción frecuente y fiel de la Eucaristía nos conduce hacia nuestro estado eterno después de la Resurrección de la carne, la unión perfecta de cuerpo y espíritu, Cristo vivo en nosotros para que vivamos “en abundancia”, en plenitud (Jn 10,10).