En el mundo antiguo, tratar con los dioses era un asunto delicado. Había que aplacarlos, mantenerlos contentos; era un juego de equilibrios, enfrentando a unos con otros. Uno podía ponerse celoso: A Júpiter podía no gustarle que Venus recibiera demasiada atención.

El antiguo Israel llegó a comprender que había un único Dios verdadero, un Dios que se esmeraba en revelarle y mostrarle su amor. El Antiguo Testamento está lleno de hermosas declaraciones del amor de Dios, pero, con algunas excepciones como la del autor del salmo de hoy (Sal 17), que le dice a Dios: “Yo te amo, Señor; tu eres mi fortaleza”, Israel nunca entendió del todo el mensaje de que debía corresponder a Dios. El judío piadoso podía mostrar una enorme fidelidad y fe en Dios, pero no un tierno amor a Dios. Dios estaba tratando de cortejar a Israel, pero Israel nunca “entendió” el nivel de romance esperado.

Nosotros podemos ser un poco así. Dios ofrece y pide amor, como hace en la primera lectura de hoy -busca una relación de amor- y nosotros sólo devolvemos respeto. Nos hizo por amor, para el amor y para amar. Nuestro “ADN” es el amor. Es nuestra identidad fundamental. Y Dios nos pide con urgencia que le devolvamos el amor: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”.

“Amarás al Señor tu Dios”. No sólo ordena, sino que en cierto sentido pide amor. Jesús repite y confirma este mensaje del Antiguo Testamento en el evangelio de hoy, pero de una manera aún más poderosa si tenemos en cuenta que él mismo es Dios hecho hombre.

Y esto es lo que es fundamentalmente diferente en el cristianismo, por qué no es una religión inventada por el hombre. El hombre ni siquiera podría haberlo imaginado. Porque la realidad está mucho más allá de nuestra comprensión. La realidad es que Dios es amor: su vida misma es amor. Por eso la doctrina de la Trinidad no es un dogma abstracto: nos habla de la vida íntima de Dios, que es comunión, relación, amor.

Nadie podría haber imaginado jamás una religión en la que Dios mismo se volviera vulnerable, porque volverse vulnerable es una parte esencial del amor y una parte esencial del cristianismo. Si no te vuelves vulnerable, no amas. Si no revelas tu corazón, tus sentimientos, incluso tu debilidad al otro, asumiendo el riesgo de que te rechace o te traicione, no amas. Y el cristianismo consiste en que Dios se haga vulnerable para ganarse nuestro amor. Amar a Dios porque Dios nos hizo, y luego se hizo hombre, para que nosotros le amemos a su vez.