La Iglesia católica desarrolló su comprensión de la realidad del purgatorio ayudada por los textos de las Escrituras que hablan de la purificación de las almas después de la muerte (véase 2 Mac 12, 39-45) y de un fuego purificador (1 Cor 3, 12-15).

El libro del Apocalipsis (Ap 21, 27) también nos dice que nada impuro entrará en el cielo, y como nadie muere totalmente limpio, totalmente libre de pecado, esto sugiere alguna forma de limpieza espiritual después de la muerte para que los justos puedan entonces entrar en el cielo. Esta idea se ha visto reforzada por las enseñanzas de los Padres de la Iglesia y los escritos -y visiones- de los santos.

El Papa Benedicto XVI, en Spe Salvi de 2007 (véanse los nn. 45-48), con un refrescante espíritu ecuménico, explora la posibilidad de que este fuego salvador sea la mirada ardiente y purificadora de Cristo (véase Ap 1,14).

Nuestra propia experiencia de la vida apoya aún más este sentido de purificación después de la muerte. Todos los que buscamos sinceramente a Dios sabemos que, si muriéramos hoy, a pesar de todos nuestros deseos sinceros, seguiríamos necesitando una purificación después de la muerte para estar preparados para verle. “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Sabemos que nuestros corazones aún no son suficientemente puros para ello: necesitan una purificación completa y nuestra vista necesita una “extirpación de cataratas” espiritual para que se le quite su costra de impureza, como al viejo Tobit le quitaron aquellas escamas de los ojos (cfr. Tob 3,17; 11,10-15). También hay un castigo justo que sufrir. Dios ha perdonado nuestros pecados pero, por una cuestión de justicia y para que seamos conscientes plenamente del mal que hicimos (y así con intención medicinal), requerimos un castigo temporal para compensar nuestras malas acciones.

El purgatorio es también como el dolor de mirar al sol: Dios habita en la gloria y nuestra pobre visión debe empezar a acostumbrarse a esa luz antes de poder elevarse plenamente para compartirla. Por último, el purgatorio nos libera de nuestras ataduras, como el sufrimiento que debe sentir un adicto para dejar atrás su adicción y disfrutar así de la libertad de una vida sin ella.

Hay toda una gama de textos posibles para las lecturas de la misa de hoy, pero todos apuntan de distintas maneras a la realidad de la muerte y a la victoria de Cristo sobre ella. El día de hoy -y el mes que sigue- es también una gran oportunidad para rezar por nuestros seres queridos difuntos y por todas las almas del Purgatorio, viviendo así de forma práctica la doctrina de la Comunión de los Santos y ejerciendo una exquisita caridad hacia quienes no pueden ayudarse a sí mismos, del mismo modo que estaremos profundamente agradecidos a quienes recen por nosotros cuando llegue nuestra hora en el Purgatorio.