Érase una vez una familia compuesta de padre, madre y tres hijos. El hijo mayor, Fernando, acababa de cumplir los 17 años. Hasta más o menos los 14 había sido un buen hijo, aplicado en sus estudios y de buen carácter. Pero un día algo le ocurrió, aunque los padres no supieron decirme, pues de repente le cambió el carácter por completo. Se hizo impaciente, desobediente e irascible. Los padres intentaron cientos de modos de aproximarse a él para preguntarle lo que le ocurría, pero el joven se cerró en banda totalmente.

Cuando cumplió los 16 años, empezó a llegar muy tarde a la casa e incluso en ocasiones los padres sospecharon que había estado bebiendo y haciendo uso de drogas. Después de mucho rogarle, consiguieron que fuese a un psicólogo; pero, a decir verdad, no le ayudó mucho y como la familia era poco pudiente lo tuvo que dejar pronto. Fernando, en lugar de ir para mejor, cada día tenía un carácter más horroroso y, de las costumbres, mejor no hablemos.

Un día, el padre, ya desesperado se fue a la Iglesia a pedirle a Dios por su hijo Fernando. Estaba rezando junto al Sagrario cuando un sacerdote viejito, caminando lentamente ayudado por su bastón, se sentó detrás de él a rezar el Rosario. Nuestro padre, absorto en sus pensamientos no se percató de la presencia del sacerdote y, creyéndose solo, comenzó a hablar con Jesús en voz alta:

  • Jesús mío, ¿qué puedo hacer con mi hijo? ¡No quisiera perderlo! ¡Mi mujer y yo lo hemos intentado todo, sin resultado!

Se oyó una vocecita a modo de susurro que salía del Sagrario y le decía:

  • ¿Seguro que lo has intentado todo? Ya sé que tu mujer y tú habéis hecho muchas cosas. También sé que lo llevaste al psicólogo, pero conmigo nunca habías consultado. Yo no te lo tomo a mal, pues muchos padres hacen lo mismo. Si me lo hubieras dicho antes, el problema no se te habría ido de las manos. Aunque el muchacho ya es algo mayor, creo que lo que te voy a decir funcionará.

El padre agudizó el oído para escuchar lo que Jesús le susurraba, pero quizás por falta de costumbre o porque tenía los oídos sucios no oyó nada.

De pronto, nuestro curita, que había estado escuchando “sin querer” todo el sufrimiento de este padre, se le acercó y le dijo:

  • Perdone mi atrevimiento. Yo no le conozco, pues nunca lo he visto por aquí; pero no he podido dejar de oír su conversación con el Señor. Cuando usted hablaba, el Señor me inspiró a mí esta respuesta que ahora le transmito…

Una vez escuchado lo que el sacerdote le tenía que decir, nuestro sufrido padre se fue a su casa a poner en práctica la solución que el “Señor” le había mostrado.

Esa misma tarde, recién venido el padre del trabajo y Fernando del colegio, el padre lo llamó. Durante más de media hora estuvieron charlando en paz y armonía. El padre no se lo podía creer. ¡Cuántas ocasiones lo había intentado anteriormente, pero su hijo siempre estaba cerrado a cualquier consejo!

Acabada la conversación, el padre le dio una bolsa de clavos a su hijo y le dijo:

  • Ya sabes, cada vez que pierdas la paciencia, deberás clavar un clavo detrás de la puerta.

El primer día, el muchacho clavó 37 clavos detrás de la puerta. Las semanas que siguieron, a medida que él aprendía a controlar su genio, clavaba cada vez menos clavos. En poco tiempo descubrió que era más fácil controlar su genio que clavar clavos detrás de la puerta. Llegó el día en que pudo controlar su carácter durante todo el día.

Después de informar a su padre, éste le sugirió que retirara un clavo por cada día que lograra controlar su carácter. Los días pasaron y el joven pudo anunciar a su padre que ya no quedaban más clavos para quitar de la puerta.

Entonces su padre le echó la mano sobre el hombro y lo acompañó a la puerta donde habían estado los clavos. Una vez que llegaron le dijo:

  • Has trabajado duro, hijo mío, pero mira todos esos hoyos en la puerta. Nunca más será la misma. Cada vez que pierdes la paciencia, dejas cicatrices exactamente como las que aquí ves.

En fracciones de segundos, los últimos cuatro o cinco años de Fernando pasaron por su mente como un fogonazo y se dio cuenta del profundo cambio que había tenido. Entonces comprendió el daño que estaba haciendo a sus padres, hermanos, amigos e incluso a sí mismo. Y para que nunca se le olvidara quiso conservar esa puerta siempre junto a él para recordarlo. Nuestro transformado Fernando, movido por la gracia de Dios, la paciencia y el cariño de sus padres, aprendió para siempre la lección.

La historia se interrumpe aquí. Fue una lección que él aprendió y que yo estoy seguro le será de gran utilidad cuando sea mayor, si sus hijos pasan por una situación parecida.

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¡Cuántas veces los padres piensan que ya lo han intentado todo para ayudar a sus hijos cuando éstos se equivocan de camino! Si se acercaran un poco más a pedir consejo a Dios, estoy seguro de que los problemas de los hijos se solucionarían antes de que éstos ya hubieran “ido” muy lejos. Da la impresión de que como que a veces no terminamos de creer las palabras del Señor. Dios quiere ayudarnos, pero a veces creo que nos falta fe, ¿no nos dijo Jesús “Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre, pedid y se os dará”?

¡Querido padre! Si ya estás cansado de buscar una solución a los problemas con tus hijos mayorcitos, acude al Señor. Recuerda sus propias palabras: “Venid a Mí los que estáis agobiados y fatigados porque Yo os aliviaré” (Mt 11:28). Lo único que necesitas es tener fe; al menos, como el de un grano de mostaza (Mt 17:20).