Hoy celebramos con gozo la Ascensión del Señor, un misterio luminoso que no marca la ausencia de Cristo, sino el comienzo de su presencia de otro modo: una presencia universal, eterna, gloriosa. Cristo no se va para desentenderse del mundo. Asciende para estar más cerca de todos, para ser el Señor del tiempo y de la historia, el que desde el cielo guía a su Iglesia y conduce al mundo hacia su plenitud.

  1. “a la vista de ellos, fue elevado al cielo…” (Hch 1, 9).

La primera lectura, tomada del libro de los Hechos, nos muestra a Jesús culminando su misión terrena. Los discípulos todavía esperan una restauración política: “¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?” (Hch 1, 6). Pero Jesús les corrige la mirada. Les promete el Espíritu Santo y les da una misión: “Seréis mis testigos… hasta el confín de la tierra”.

La Ascensión no es una despedida, sino un envío. La Iglesia nace misionera. Los ojos de los discípulos, que miraban al cielo, son invitados a volver a la tierra: “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?” (Hch 1, 11). Porque la esperanza cristiana no es evasión, es impulso transformador. Quien cree en Cristo resucitado y glorioso no huye del mundo, sino que lo transforma con la fuerza del Evangelio.

  1. “sentándolo a su derecha… Y todo lo puso bajo sus pies” (Ef 1, 20-22)

San Pablo, en la carta a los Efesios, nos abre los ojos al sentido más profundo de la Ascensión: Jesús, el crucificado, ha sido exaltado por el Padre por encima de todo poder, autoridad y dominio. Su humillación fue total, y su glorificación lo es también. El Padre lo ha constituido Señor del universo y Cabeza de la Iglesia.

Es hermoso ver cómo san Pablo insiste en que nosotros participamos ya de esa glorificación: “Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como Cabeza”. Es decir: la gloria de Cristo es nuestra esperanza. Donde ha llegado Él, estamos llamados a llegar nosotros. Esta fiesta nos recuerda que nuestra vida no termina aquí; que tenemos un destino de gloria, que nuestra patria está en el cielo.

  1. “Y se volvieron a Jerusalén con gran alegría” (Lc 24, 52)

Podría parecer extraño que, tras la Ascensión, los discípulos estén alegres. Uno pensaría que están tristes, que echan de menos a Jesús. Pero no: están llenos de gozo. ¿Por qué? Porque han comprendido que Jesús no se ha ido, sino que ha sido entronizado. Que no los ha abandonado, sino que ha inaugurado una nueva presencia.

Esa alegría de los discípulos es también nuestra. Vivimos entre la Ascensión y el regreso glorioso de Cristo. Vivimos en el tiempo de la Iglesia peregrina, animada por el Espíritu, sostenida por la esperanza, impulsada por una misión. Jesús, al ascender, no se desentiende del mundo, sino que lo lleva en su humanidad glorificada ante el Padre. Ya hay un corazón humano en el cielo: el de Cristo, que intercede por nosotros.

Conclusión

Queridos hermanos, la Ascensión del Señor no es solo un dogma que confesamos, sino una llamada que recibimos:

 

  • A mirar al cielo, pero con los pies en la tierra.
  • A vivir con esperanza, sabiendo que nuestra vida tiene un destino glorioso.
  • A ser testigos valientes, sabiendo que no estamos solos: el Espíritu vendrá, y Cristo camina con nosotros.

Hoy Jesús asciende, pero no se aleja. Se queda con nosotros en la Eucaristía, en su Palabra, en el pobre, en la comunidad reunida en su nombre. Y nos dice: “Id… sed mis testigos… Yo estoy con vosotros”.

Que esta solemnidad renueve en nosotros la alegría de sabernos discípulos y misioneros, herederos de la promesa, ciudadanos del cielo y obreros del Reino.