Desde fuera, las vidrieras de una iglesia pueden parecer oscuras, sucias, sin sentido. Son cristales ásperos, plomo envejecido, formas extrañas que no acaban de revelar su belleza. Solo cuando uno entra… solo cuando el sol las atraviesa… se produce el milagro: todo se llena de luz y de color. Las figuras cobran vida, los trazos revelan historias, y lo que antes parecía feo o incomprensible se convierte en una sinfonía de belleza y sentido.

Así somos nosotros. Vistos solo desde fuera —con nuestras heridas, defectos, luchas y pecados— parecemos fragmentos rotos. A veces ni nosotros mismos entendemos cómo encajan las piezas de nuestra historia. Pero cuando dejamos que la luz de Dios entre en nuestra vida, cuando abrimos el corazón a su gracia, entonces ocurre lo mismo que en las vidrieras: lo imperfecto se vuelve transparente, lo roto deja pasar la luz y nuestra existencia comienza a reflejar la Belleza de lo Alto.

Eso es la santidad: no ser impecables, sino ser atravesados por la luz de Dios. No brillar por uno mismo, sino dejar que Cristo brille en nosotros y a través de nosotros.

Como decía san Agustín: “Lo que para ti parece oscuro, en Dios tiene su claridad; lo que tú ves como un caos, en Él es armonía.” (Confesiones, Libro X)

Por eso los santos no eran personas sin fallos, sino hombres y mujeres que dejaron de ocultarse, dejaron de vivir solo para sí, y se volvieron ventanas abiertas a la eternidad. Confiaron más en la luz que en sus sombras. Dejaron que el Amor hiciera de sus vidas algo luminoso y fecundo.

También el Papa León XIV, en el jubileo de los jóvenes, nos recordaba:

“Ser santo no es ser perfecto, sino ser transparente a la luz de Cristo. Los santos no ocultaron su debilidad: la ofrecieron. Y por eso, brillan aún hoy.” (Mensaje a los jóvenes, Jubileo 2025)

Hoy, también tú puedes ser esa vidriera. Aunque tengas grietas, aunque aún no veas el dibujo completo. Deja que la luz de Dios te atraviese. Deja que su Palabra ilumine tus decisiones. Deja que el Espíritu Santo coloree tu vida con fe, esperanza y caridad.

Porque cuando el alma se vuelve transparente al sol de Cristo, entonces, y solo entonces, descubrimos que la santidad no es para unos pocos elegidos, sino el destino más verdadero de todos.