En el corazón de septiembre, la Iglesia nos invita a contemplar dos misterios inseparables: la Cruz gloriosa de Cristo y la Madre Dolorosa que permanece de pie junto a ella.

El 14 de septiembre, celebramos la Exaltación de la Santa Cruz. La cruz, signo de suplicio y derrota en la lógica del mundo, se convierte en el árbol de la vida, en el trono de la victoria del Amor. Como proclama san Pablo: “pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Co 1,23-24).

La Cruz es el lugar donde Cristo atrae a todos hacia sí y nos abre la puerta de la vida eterna. Allí, donde parecía triunfar la muerte, brotó la salvación. Allí, donde el mundo veía derrota, Dios manifestó su victoria.

El 15 de septiembre, la liturgia nos conduce al Corazón traspasado de María en la memoria de la Virgen de los Dolores. Ella, la Madre, permaneció de pie junto a la Cruz (cf. Jn 19,25). Su fidelidad nos muestra que el verdadero amor no huye ante el dolor, sino que acompaña, sostiene, espera y confía. En María se cumple la profecía de Simeón: “—y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2,35).

Desde la Cruz, Jesús nos la entrega como Madre: “Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio.” (Jn 19,26-27).

El sufrimiento es una realidad que en Cristo adquiere un nuevo sentido. El dolor, que humanamente parece inútil y absurdo, se convierte en el lugar donde Dios puede obrar la redención y el amor más grande.

El cristiano no busca el sufrimiento por sí mismo, sino que lo acepta unido a Cristo, sabiendo que nada se pierde cuando se ofrece con amor. En la Cruz, el dolor deja de ser un muro que encierra y se convierte en un puente que conduce a la vida eterna. María, al pie de la Cruz, nos enseña a vivir nuestros propios dolores no con resignación amarga, sino con fe, esperanza y caridad.