Al celebrar la solemnidad de Cristo Rey, volvemos a colocar nuestra mirada en Aquel que es el corazón y la razón de ser de todo lo que hacemos. Jesús, Rey del universo, no reina desde palacios ni desde estructuras de poder, sino desde la cruz y desde el amor que se entrega por todos. Su realeza es la de quien sirve, acompaña, consuela y abre caminos nuevos allí donde parece que solo hay oscuridad.

Cristo ha de reinar, primeramente, en nuestras familias y en nuestras casas. Dejar que Él pacifique nuestras relaciones, nos enseñe a dialogar sin herirnos y nos conceda la alegría del perdón. En cada hogar donde se reza, se cuida al enfermo, se escucha al que llega cansado o se dedica tiempo a los hijos, está creciendo su Reino.

Cristo ha de reinar en nuestra parroquia. Nuestro patrón, San Antonio, nos enseñaba con su vida que Jesús era su verdadero Rey. Nosotros también estamos llamados a vivir con ese espíritu: que Cristo sea el centro de nuestras celebraciones, de nuestras reuniones, de nuestras decisiones pastorales y de nuestras relaciones fraternas. Cuando es así, dejamos de mirarnos como grupos aislados para vernos como una sola familia, buscamos la comunión antes que la preferencia personal, nos implicamos con generosidad en la catequesis, en la caridad, en la liturgia y en la misión, descubrimos que cada persona —mayor, joven, niño, recién llegado— tiene un lugar y un don para ofrecer.

Cristo ha de reinar en nuestra sociedad. Jesús nos envía a ser levadura en medio de nuestra ciudad: anunciar esperanza donde hay desconfianza, acompañar a quienes se sienten solos, defender la dignidad de los más frágiles, construir puentes donde otros levantan muros. El Reino crece cuando cuidamos a los pequeños; así lo recuerda Jesús en el Evangelio: “Conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40).

Que esta solemnidad nos renueve por dentro y nos conceda la gracia de vivir unidos en torno al único Rey que no oprime, sino que libera; que no divide, sino que reúne; que no exige, sino que ama.