Comentario al Evangelio del XXX Domingo del Tiempo Ordinario
En la parábola del fariseo y el publicano, dos hombres suben al Templo a orar, cada uno con distinta actitud. Jesucristo lo expresa en forma de parábola, con el fin de retratar a los fariseos de modo indirecto. El Señor condena toda actitud arrogante y presuntuosa, y en esta narración quedará resaltado el orgullo humano.
En efecto, el fariseo del cuento da gracias a Dios, lo cual es bueno en sí mismo, pero pierde esa bondad al compararse con los demás; en concreto con el publicano presente en el templo a la vez que él. Humanamente es de sabios no compararse con el prójimo, pues nunca se conocen del todo las circunstancias íntimas de éste y el porqué de su comportamiento.
Sobrenaturalmente, además, toda comparación supone orgullo, pues la tendencia habitual es situarse por encima de los demás. Esta soberbia conlleva con frecuencia falta de caridad, o incluso de justicia.
Por el contrario, el publicano no se compara con nadie: simplemente pide perdón por sus pecados, por eso saldrá del templo justificado. Dios es un Padre magnánimo que perdona siempre, por grande que sea un pecado; lo único necesario es el arrepentimiento: reconocer la culpa propia y solicitar el perdón. No es que Dios pretenda humillar al que desea ser perdonado; simplemente, Dios respeta la libertad del hombre. No puede perdonar a quien no quiere ser perdonado, ni se arrepiente del mal cometido. El perdón de Dios es la mayor fuente de alegría del hombre. En medio de las tensiones de la vida, que tantas veces llevan al enfado, a la envidia, al rencor, etc., recibir el perdón de Dios y su ayuda para vencer en momentos como ésos, concede al hombre una paz y una alegría que no tienen parangón con otras satisfacciones de la vida.
Pero hay que ser humildes. Sin esta virtud, ni pediremos perdón, ni nacerá en nuestra alma el deseo de servir al prójimo. La humildad y la sencillez hacen atractiva a una persona. ¿Por qué hay gente de la que es fácil hacerse amigo? En buena parte por lo que estamos diciendo.
Todos tenemos brotes de orgullo en nuestro ajetreo cotidiano. Es muy difícil no enfadarse, no criticar, ser comprensivo con todos… Lo importante, a pesar de todo, es conocernos bien a nosotros mismos: saber cuáles son nuestros defectos principales e intentar evitarlos en la medida de lo posible. Es decir, ser humildes o, por lo menos, luchar por serlo.
Pocas veces se puso, nuestro Señor, como ejemplo de comportamiento. Una de las veces que más claramente lo manifestó fue cuando dijo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. Solo este detalle es claro síntoma de la importancia de estas virtudes. Hagamos caso al Maestro y aprendamos a comportarnos como Él.