Comentario al VII Domingo del Tiempo Ordinario
En el Evangelio de este domingo, leemos las dos últimas “antítesis” del Discurso de la montaña. No dejan escapatoria. No se pueden endulzar. Estamos en el corazón de la Buena Nueva, que es muy exigente. La ley del talión, antiguamente, tenía la ventaja de limitar los excesos de la venganza, pero es totalmente superada por Jesús, que nos habla de amar al prójimo, incluso al enemigo y a aquellos que nos hacen mal.
Es una invitación a no usar la violencia, pero no una invitación a dejarse aplastar, sino más bien a tratar de demostrar a quien nos golpea que no tenemos nada que defender, y a tratar de dar el primer paso para restablecer la relación. Jesús hace así con el siervo del Sumo Sacerdote que le abofetea: no pone la otra mejilla, pero trata de hacerle razonar sobre el motivo por el que le ha golpeado, para que se percate de estar en el error y se arrepienta. El móvil es siempre el amor y el fin, la redención. Después, cuando el curso de los eventos sea imparable, durante toda su pasión, Jesús no reaccionará, como un cordero mudo ante los trasquiladores: “Al que quiera entrar en pleito contigo para quitarle la túnica, déjale también el manto”. Ante el tribunal, lugar de justicia, aquí de injusticia. Jesús lo ha experimentado delante de Pilato. No era una cuestión de la túnica: pues le quitaron la vida. Y, sin embargo, él les dio también la túnica, que echaron a suertes. “A quien te fuerce a andar una milla, vete con él dos”. Con los de Emaús camina siete millas, y luego se detiene con ellos para cenar. “Al que te pide prestado, no lo rehúyas”. Son cosas concretas de Jesús, que no se pueden pasar por alto con corazón ligero. La visión humana de las cosas, las prudencias, ahogan nuestro modo de vivir el Evangelio a la letra. Anotemos estas palabras y meditémoslas en la oración, cuando estemos en situaciones como las descritas, para valorar cómo actuar.
“Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial”. Aquí está el secreto: saber que somos hijos de nuestro Padre Dios, y tomar de él nuestra fuerza, como Jesús, para actuar como hijos. Jesús describe el relato del actuar de los hijos de Dios. Amar y rezar. Jesús no dice: abrazad y poned la espalda al enemigo para recibir otra cuchillada. No: amar y rezar. Luego, el amor y la oración nos sugerirán qué debemos hacer. “Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen eso también los publicanos? Y, si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿no hacen eso también los paganos? Es la diferencia del cristiano. “¿Soy todavía cristiano?”, nos preguntamos a veces. Aquí encontramos la respuesta para recibir la recompensa del Padre que es Él mismo. Lucas dice: “sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”. Es el sentido de esta perfección de amor.