La Pascua está cerca, y Jesús sube a Jerusalén. Entra en el templo y cumple un gesto profético que escandalizaría también hoy, en cualquier ambiente donde se hiciese. Comportaría un delito ante varias legislaciones: golpea con un látigo de cuerdas, vuelca las mesas y desparrama el dinero, saca a los mercaderes de sus lugares habituales de comercio, sin una autoridad reconocida para hacerlo. Narran que en el año 61 d.C. un galileo hizo un gesto análogo y fue condenado a muerte. En efecto, el mismo episodio narrado por Marcos concluye así: “Y les enseñaba diciendo: ¿No está escrito: Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones? Vosotros en cambio la habéis convertido en una cueva de ladrones. Lo oyeron los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y buscaban el modo de acabar con él”.

Todo esto ocurría en el “atrio de los gentiles”, reservado a los que no pertenecían al pueblo de Israel pero deseaban acercarse al Señor, conocer la fe y el culto de Israel. Jesús ve que se ha convertido en un lugar de comercio, de venta de animales para el sacrificio, un lugar de cambio de dinero para permitir que los peregrinos paguen el tributo al templo. Además, muchos lo usaban para acortar el camino hacia el valle del Cedrón. Mientras actúa, Jesús dice: “Quitad esto de aquí: no hagáis de la casa de mi Padre un mercado”. Más adelante, cuando le piden una señal para entender con qué derecho hace esas cosas, Jesús dice: “Destruid este Templo y en tres días lo levantaré”. Le objetaron que había sido construido en 46 años. “Pero él se refería al Templo de su cuerpo”. Jesús nos está diciendo que el nuevo templo es su cuerpo: ante él, la Samaritana puede adorar.

También nosotros somos templo de Dios, la Iglesia es su cuerpo; nosotros somos sus miembros. “¿No sabéis que sois templo de Dios y el Espíritu Santo habita en vosotros?”, pregunta Pablo; y Jesús dice que a quien custodia su palabra como acto de amor hacia él, el Padre lo amará y “vendremos a él y haremos nuestra morada en él”. Si también nuestro templo es destruido, en tres días Dios lo reconstruye. La acción de Dios de tres días vale más que 46 años de nuestros esfuerzos. Porque somos amados por Dios como lo es su Hijo. Eso sí: tenemos que expulsar a los mercaderes, los bueyes y los cambistas: no permitamos que hagan de nuestra alma un lugar de mercado. Seamos rectos, íntegros, hagamos el bien, también a costa de la vida, de la reputación, del honor. Respondamos a Dios de nuestras acciones. No hagamos negocios con el poder, la vanidad, los reconocimientos. Dejemos que Jesús limpie nuestro atrio de los gentiles. Así el que no tiene fe, al conocernos, se sentirá atraído por la fe.