Cuentos con moraleja: “Tres lecciones de bondad”
El estudiante y el limpiador
Después de varios meses asistiendo a la universidad, el profesor de historia nos puso un examen. Siendo un buen estudiante, pude resolver todas las preguntas sin problema. Cuando llegué a la última pregunta quedé extrañado: ¿cuál es el nombre de la persona que limpia las aulas?
Yo entregué mi examen sin ser capaz de responder a esta última pregunta. Justo antes de que terminara la clase, un compañero le preguntó al profesor si la última pregunta contaba en la nota final.
- Por supuesto – dijo el profesor -. En el camino de la vida conocerán muchas personas y todas ellas son importantes. Todas merecerán su atención, su respeto e incluso tener con ellos un simple gesto de amabilidad o de aprobación por la labor que hacen.
Nunca olvidé esa sencilla lección. Acabada la clase me preocupé de informarme de quién era esa persona y me detuve un momento a hablar con ella. Ahí descubrí que era un pobre hombre que había sido un eminente historiador, pero que a resultas de la muerte de su hijo en un accidente de tráfico entró en una profunda depresión que no había podido superar. Desde ese momento me hice su amigo y él se transformó en mi preceptor. Años después concluí mi carrera con notas excelentes. Desde ese día, él y yo nos hicimos profundos amigos. Él siguió siendo mi preceptor y yo “su nuevo hijo”.
Al abuelo se le rompe el auto
Volvía yo a casa en mi coche después de un largo y cansado día de trabajo. Llovía muy fuertemente. De pronto vi a un anciano que se encontraba a un lado de la carretera con el agua hasta las rodillas. Su auto se había roto; y, por su cara, necesitaba ayuda desesperadamente.
El pobre hombre hacía señas a los coches que pasaban, pero todo el mundo, ya por la lluvia, ya por lo tarde que era, no se molestaba en detenerse. Yo detuve mi auto, me remangué los pantalones y ayudé al pobre anciano a empujar el coche hasta un lugar seguro. Luego llamé al mecánico, el cual, después de una media hora, llegó y fue capaz de arreglar allí mismo el problema. Una vez que todo estuvo solucionado, el anciano, cansado y débil, todavía tuvo la buena voluntad de tomar mi nombre y dirección y agradecérmelo inmensamente.
Una semana después, un repartidor de paquetes golpeó la puerta de mi casa. Al abrir me encontré un regalo que me mandaba mi viejito y junto a él una nota manuscrita:
“Recibe este pequeño detalle en agradecimiento por tu obra de caridad. Gracias a ella, todavía llegué a tiempo al hospital y pude ver a mi mujer en sus últimos minutos de vida. Dios te bendiga por haberme ayudado”.
Al abrir el paquete me encontré un ordenador portátil de última generación.
El heladero “malas pulgas” y el niño
Hace unos años, encontrándome en una heladería durante una calurosa tarde de verano, me encontré el siguiente espectáculo:
Acababa de entrar en la heladería un niño que tendría alrededor de 10 años. Por su apariencia, no daba la impresión de que le sobrara mucho el dinero. Se sentó en una esquina de la barra y le preguntó al heladero cuánto costaba una copa de helado. El heladero le respondió que 3 euros. En esto que el niño se metió la mano en el bolsillo y sacó un montón de monedas. Las dejó encima del mostrador y comenzó a contarlas.
- Justo 3 euros. Lo que necesitaba. – pensó el chico.
En esto que le vuelve al preguntar al heladero:
- ¿Y cuánto cuesta un helado simple?
El heladero, que estaba atendiendo a otras personas, comenzó a ponerse molesto e impaciente, pensando que no valía la pena gastar tiempo en ese niño, pues poco podría sacar de él.
- 2 euros. – le respondió con rudeza.
Así que el niño volvió a contar su dinero y pidió un helado simple. El heladero le sirvió el helado y le entregó la cuenta. El niño se lo comió con inmenso placer y luego se dirigió a la caja a pagar.
Cuando el heladero estaba limpiando el mostrador, de repente se puso a llorar porque vio que en el rincón donde se había sentado el niño había 1 euro…, su propina.
…..
Son tres lecciones sencillas, pero que marcan la diferencia. ¡Qué fácil es “pasar” de todo! Pero si uno quiere gozar realmente de esta vida y hacer que otros también lo hagan, tenemos que implicarnos. El culmen de esa implicación es cuando, por amor a Dios y a nuestros semejantes, somos capaces de dejarlo todo para emprender una nueva vida:
“Y todo el que haya dejado casa, hermanos o hermanas, padre o madre, o hijos, o campos, por causa de mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna.” (Mt 19:29).