Solemnidad de la Ascensión del Señor
La narración de la Ascensión en los Hechos comienza con una escena familiar: Jesús está en la mesa con los apóstoles. El autor es Lucas, que en su Evangelio siempre relaciona las apariciones de Jesús resucitado con la mesa. Los dos de Emaús le reconocen en la mesa, mientras parte el pan; luego, en el cenáculo, la prueba decisiva para los discípulos está en la porción de pescado asado que come delante de ellos. Y aquí, de nuevo, sentado en la mesa, signo de comunión y de normalidad familiar. Les da unas indicaciones precisas: que permanezcan ahí hasta recibir el bautismo de lo alto. Tratan de ser oportunos, pero no lo consiguen: le preguntan cuándo reconstruirá el Reino de Israel, sin darse cuenta de que es una perspectiva que nunca estuvo presente en los tres años pasados, y mucho menos ahora.
Jesús, pacientemente, pasa el comentario por alto y confía en que el Espíritu Santo los iluminará, pero los orienta: lo que tenéis que hacer es ser mis testigos desde Jerusalén hasta el fin del mundo. Ser testigos parece poco, pero es mucho. El testigo arriesga la vida: Jesús es quien después dará el incremento.
Cuando desaparece subiendo al cielo, ellos permanecen mirando: los ángeles, aunque expertos en el cielo, no se hacen los espirituales, les dicen que deben estar en las cosas de la tierra, dedicarse a dar testimonio y a llenar el mundo del mensaje de Cristo. ¡No os detengáis mirando al cielo! Regresan a Jerusalén para ser reforzados por el Espíritu Santo. Predicaba Juan Pablo II en una Misa de la Ascensión: “Es indispensable su descenso, es indispensable la intervención interior de su potencia. Vosotros no habéis escuchado con vuestros oídos las palabras de Jesús de Nazaret. No lo habéis seguido por las calles de Galilea y de Judea. No lo habéis visto resucitado después de la resurrección. No lo habéis visto subir al cielo. Sin embargo… debéis ser testigos de Cristo crucificado y resucitado, testigos de aquel que ‘se sienta a la derecha del Padre’…”.
Con la fuerza del Espíritu Santo podemos cumplir el mandato universal: “Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda criatura”. Las promesas en las palabras de Jesús para los que creen están llenas de optimismo: “Estos serán los signos que acompañarán a los que creen: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en la mano serpientes y, si beben veneno, no les hará daño, impondrán las manos a los enfermos y estos se curarán”.
¿No habremos quizá, a lo largo de los siglos, disminuido la magnitud de estas palabras? El más pequeño en el reino de los cielos es más grande que Juan Bautista, decía Jesús. Démonos cuenta, escuchando a Jesús, de la inmensa dignidad de nuestra vocación cristiana.