Comentario al XXI Domingo del Tiempo Ordinario
El vigésimo domingo ha coincidido con el 15 de agosto, solemnidad de la Asunción de María, y por eso no hemos leído los versículos 51-58 del capítulo 6 de Juan, en los que Jesús dice: “Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”, y luego, ante la incredulidad de los judíos – “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?” -, Jesús reitera seis veces en seis versículos que realmente debemos “comer” su carne y “beber” su sangre para tener vida en nosotros, para tener vida eterna ya en el presente, y ser resucitados por él en el último día; para tomar nuestra morada en él y él en nosotros, para vivir por él como él vive por el Padre, para vivir eternamente.
Y que él es el pan que ha bajado del cielo, que su carne es verdadera comida y su sangre verdadera bebida. Al comienzo del discurso sobre el pan de vida, el interlocutor de Jesús es “la multitud”. Luego, “los judíos” destacan como objetores y murmuradores.
Ahora, sin embargo, la prueba de Jesús se vuelve aún más difícil porque son “muchos de sus discípulos” quienes, habiéndolo oído hablar de esta manera, se ponen del lado de los judíos, murmuran y no pueden creer que realmente pueda suceder lo que promete y revela. Hasta el punto de decidir romper con él y no seguirle más. Se dicen explícitamente: ¡Esta palabra es dura! ¿Quién puede escucharla?”. Jesús sabe lo que dicen en voz baja y no tienen el valor de afirmar delante de todos. Trata de argumentar para que cambien de opinión: como en nuestro cuerpo la carne sin el espíritu, con la muerte se descompone, así el espíritu que da vida al cuerpo es capaz de cambiar el pan en su cuerpo, y por lo tanto hacer que el pan nos dé su vida, si lo comemos. Pero no son los argumentos los que cambian la mente de los oyentes, sino el Padre, que concede creer en el Hijo y habitar en él. Al decir esto, Jesús quita la culpa a los que no creen en sus palabras y “ya no andaban con él”. Les da esta libertad y la aumenta con sus palabras.
Como prueba de este estilo, también reitera y aumenta la libertad de los doce que se quedaron con él. “¿También vosotros queréis marcharos?”. Pedro, respondiendo a esa pregunta, muestra que ha sido atraído por el Padre hacia Jesús e iluminado por su Espíritu sobre él: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”. Estas dos frases juntas significan que no hay nadie más que tenga las palabras de vida eterna: ¡sólo tú, sólo tú! No tenemos a nadie a quien acudir que pueda hablarnos acerca de la vida eterna. “Hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios”. Bienaventurado eres, Simón, que creíste en lo que el Padre te ha revelado.