Comentario al Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario
Uno de los sucesos evangélicos más comentados es el de “el joven rico”. Un hombre honrado, que cumplía los mandamientos de la Ley de Dios, y que se acerca a Jesús con la inquietud interior de aspirar a algo más en su vida espiritual: “¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?”.
Hoy diríamos que es una persona con deseos de santidad. Una actitud que, en el decir del Concilio Vaticano II, debe ser universal: todos los cristianos debemos aspirar a ella, tanto clérigos como laicos, tanto casados como solteros.
“Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y da el dinero a los pobres, y luego ven y sígueme”. A cuyas palabras, se entristeció y se marchó pesaroso, porque era muy rico.
Tenía los ojos puestos en sus riquezas, y no llegó a descubrir esa mirada de cariño que Jesús dirige a cuantos quieren seguirle. Estaba preocupado por “sus cosas” más que por Dios. El Señor, entonces, se dirigió a los Discípulos y les dijo: “¡Qué difícil es que un rico entre en el Reino de Dios!”.
Así somos también nosotros, en no pocas ocasiones. Dios nos mira, desde el cielo, con el cariño de un padre, pero nosotros estamos preocupados por “las cosas” que nos rodean. San Agustín lo expresaba con vigor, en su libro Las Confesiones, cuando exclama: “¡Las cosas me mantenían lejos de Ti!”.
El problema es que necesitamos de esas cosas para vivir. Pero el Señor no nos pide que nos hagamos todos mendigos. La gran mayoría de los cristianos tienen la grave obligación de sacar adelante su familia, y dar a sus hijos la formación necesaria para que puedan defenderse en la vida; y todo ello precisa bastantes recursos. No se trata, por tanto, de deshacerse de lo necesario para vivir.
Lo que se nos pide es que pongamos a Dios por delante de los demás intereses humanos: que demos prioridad a las cosas de Dios, en vez de dársela a las cosas materiales; que nos fiemos de Él, más que confiar en el dinero. Ésta es la verdadera pobreza cristiana. Tal actitud es, de por sí, sacrificada. El afán de seguridad, que en sí mismo es lícito, si se desordena hasta el punto de atropellar y maltratar el tiempo que deberíamos dedicar a Dios, se convierte en un obstáculo para la santidad. Y, para que esto no suceda, debemos vivir con templanza, que es una virtud que exige espíritu de sacrificio.
Debemos conformarnos “con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente” (San Josemaría Escrivá, Camino, 631). Así vivió Jesús, y así fue la vida de María y de José: trabajando para ganarse el sustento, sin margen para caprichos, vanidades y lujos.
El mundo de hoy no lo entiende, volcado hacia un consumismo inmoderado, pero así es el camino de la santidad.