Cuentos con moraleja: “La mejor catequista”
Con mucha frecuencia los padres católicos, absorbidos por las preocupaciones e inquietudes del día a día, pasan a un segundo plano formar espiritualmente a sus hijos. Creen que los niños siempre podrán aprender más tarde las oraciones básicas, las devociones propias de los niños (ángel de mi guarda, cuatro esquinitas tiene mi cama, con Dios me acuesto…) o encargan estas “obligaciones” a la abuelita porque tiene más tiempo.
Pocos padres mandarían a sus hijos a dormir sin haber cenado antes, pero en cambio son muchos los que no se preocupan de que sus hijos se acuesten sin haber hecho antes sus oraciones.
Es realmente triste, ahora que empezamos en muchas iglesias las catequesis de primera comunión, ver a niños de seis y siete años que no saben ni hacer la señal de la cruz. ¿Qué le pasaría a su hijo recién nacido si lo dejara de alimentar durante una semana? ¿Qué le pasaría a su hijo si después de haberle dado a luz no lo viera nunca más hasta que tuviera siete años? ¿Cree que le sería fácil a su hijo amarle y obedecerle a usted?
Es lógico que nos ocupemos de alimentar su cuerpo, pero es realmente una locura creer que su hijo es sólo un cuerpo al que hay que alimentar. Su hijo también tiene un alma. Esa alma necesita conocer y amar a Dios desde su más tierna infancia. Cualquier tiempo, por pequeño que sea, que dediquemos a formar a los niños en las virtudes y devociones propias de nuestra fe nunca será un tiempo perdido; todo lo contrario.
Además, tampoco se necesita mucho tiempo. Muchas veces un pequeño gesto es más que suficiente para que su hijo capte la enseñanza y aparezca en él el cariño a Jesús, a la Virgen, a los santos del cielo.
Les relato ahora una brevísima historia, que más que historia es un flash; pero que, como flash, puede iluminar la vida de muchos padres que han olvidado la formación religiosa de sus hijos. Así ocurrió hace ya mucho, pero que ¡muuucho tiempo…!
Una madre joven y piadosa solía dar un beso a su hijo chiquitín cada vez que volvía de comulgar.
-Toma, hijo -le decía-. Este beso me lo ha dado Jesús para ti.
Un día, el pequeño que ya hablaba, al recibir el habitual beso de Jesús se cuelga del cuello de su madre y la besa en su rostro diciéndole:
-Toma, éste es para Él.
¡Qué sencillez! ¡Qué hermosura! Sólo una fracción de segundo, pero ¡cuánta enseñanza en ese gesto! Y es que cuando se ama a Dios, hasta el más pequeño gesto hecho por amor puede ayudar a otra persona a que descubra a Jesús.