Comentario al Cuarto Domingo de Adviento
María marchó deprisa a la montaña. Tenía prisa para volver a ver a su amiga, después de saber que su gran vacío lo había llenado Dios, para quien nada es imposible. Prisa para poder envolver con palabras habladas y escuchadas, con sonrisas, abrazos y miradas alumbrantes la novedad que cambió la vida de Isabel. Prisa para alegrarse con ella, para ver con sus propios ojos cómo estaba y poder ayudarla. Intuía que Isabel podía haberse encerrado en casa, escondida. Necesitaba a María, a alguien a quien contar sin miedo los milagros que les habían acontecido a Zacarías y a ella. Necesitaba tener a una amiga cercana a quien confiarle sus alegrías, esperanzas y temores. A las mujeres embarazadas siempre se les aconsejaba descansar, no fatigarse: Isabel necesitaba la ayuda de su joven pariente y amiga, disponible para cualquier necesidad con toda naturalidad.
María guardaba la prisa de la solicitud por Isabel y la prisa interior por comprender la conexión que existía entre su acontecimiento y el de su amiga. Por otro lado, el corazón de María estallaba de alegría y preguntas por lo que le estaba pasando, y que aún no había confiado a nadie. Había preferido esperar a decírselo a José, dejar la iniciativa a Dios, esperar a que la realidad confirmara las promesas de Gabriel. Además, no quería dejar solo al novio durante tres meses con una noticia tan grande y difícil de manejar. Porque la decisión de quedarse con Isabel hasta el momento del parto, María ya la había tomado. Por eso tenía prisa por compartirla con la única persona del mundo que podía entender esa gran cosa que le había pasado, imposible de decir sin causarle problemas muy graves: podría ser considerada blasfema y condenada a muerte, sospechosa de encubrir un adulterio que implicaba lapidación. No podía esperar para poderse confiar y recibir consejos de su familiar y amiga.
Tenía prisa por saber si Isabel necesitaba una comadrona que mantuviera distantes las miradas y las habladurías de los curiosos. Si Isabel no hubiera querido a otras personas o de cualquier forma la hubiera querido cercana, María la habría ayudado en todo lo necesario, habría aprendido lo que hacía falta saber y también habría actuado como partera. Recordó a las comadronas de su pueblo, que en Egipto recibieron del faraón la orden de matar a los varones recién nacidos de las mujeres judías y mantener con vida sólo a las mujeres; ellas, por amor a Dios, desobedecieron, con la excusa de que las mujeres judías eran fuertes y ya habían dado a luz cuando llegaban… Y pudo nacer Moisés, salvado de las aguas. Ahora tenía que nacer alguien más grande que Moisés, salvado de las aguas. Ahora tenía que nacer alguien más grande que Moisés para llevar a su pueblo hacia la salvación. Y ella tenía prisa por intervenir.