Comentario al XXX Domingo del Tiempo Ordinario
El Eclesiástico, dos siglos antes de Jesús, nos da en el capítulo 35 una catequesis sobre la oración agradable a Dios, la que va acompañada de autenticidad de vida y de atención a los débiles: “Quien da limosna ofrece sacrificios de alabanza”, la oración del que ayuda a la viuda “sube hasta las nubes”.
Jesús va en la misma dirección y más en profundidad. Lucas introduce la parábola que compara la oración del fariseo y del publicano, diciendo que Jesús la dijo para todo aquel que tiene la “íntima presunción” de ser justo y desprecia a los demás. Es, por tanto, una lección para todas las personas que creen en Dios y le rezan, de todo tiempo y cultura, pues todos, en efecto, pueden estar sujetos a la tentación del fariseísmo. La postura del fariseo es correcta: está de pie. Pero el detalle de que “oraba así en su interior” nos induce a intuir que su horizonte no es Dios, sino él mismo: de hecho, en adelante el “yo” está muy presente en su oración: “Yo no soy como los demás hombres…, yo ayuno, yo pago, yo poseo”. Se encierra en sí mismo y se presenta ante Dios como si éste no lo conociera. En realidad, está hablando consigo mismo, para convencerse de que se está salvando por sus buenas obras. Las primeras palabras podrían haber sido adecuadas: “Oh Dios, te doy gracias”. Pero el motivo de la acción de gracias revela un juicio negativo sobre todos los demás hombres, a quienes añade también el publicano, al que vislumbra de reojo. Comunica a Dios que ayuna dos veces a la semana, aunque no se exigía; que paga los diezmos sobre lo que posee, aunque sólo eran sobre las cosechas. Hace de más para agradar a Dios. Muy distinta es la actitud de Pablo, que confía a Timoteo que los hermanos en la fe lo han abandonado, pero no les acusa porque piense ser mejor que ellos: el encuentro con Cristo le ha curado del fariseísmo en que había sido educado. En la primera carta a Timoteo le había confiado que se consideraba el primero de los pecadores, y aquí atribuye toda la salvación a Dios: “El Señor estuvo a mi lado… el Señor me librará de toda obra mala”.
El publicano, que cada día se siente señalado y despreciado como pecador, permanece distante, no se atreve a levantar la vista y en su oración no hace una lista de sus pecados para estar más seguro del perdón (no sabría por dónde empezar), sino que se abandona confiadamente con la más hermosa oración: “Oh Dios, ten compasión de este pecador”. La oración del corazón. En griego, con el artículo, suena aún más fuerte: ten piedad de mí, “el pecador”. Jesús dice que el publicano “bajó a su casa”: a partir de ese momento, será para él un lugar aún más familiar, rico en relaciones amorosas, después de que Dios, por su oración, lo haya hecho justo. Del fariseo, en cambio, no menciona la casa, como para subrayar su soledad.