Cuentos con moraleja: “El pueblo que desapareció bajo las aguas”
Hace ya mucho, pero que mucho tiempo, había un misionero en Filipinas destinado a cuidar de los cristianos de varios pueblecitos. Para hablarles del amor de Dios y de los caminos que a veces utilizaba para enseñarles, solía inventarse cuentos sencillos como éste, cargados de una profunda moraleja.
Había en las costas de Filipinas a mediados del siglo XX un pequeño pueblo llamado Hinuatán lleno de pescadores y campesinos bastante descreídos. Sus gentes vivían de la pesca y del arroz que cultivaban en los arrozales de las laderas de las montañas cercanas al pueblo.
Casi en lo alto de la montaña que miraba al pueblo y al mar vivía un anciano con su nieto. Desde allí contemplaban el ir y venir de los pescadores con sus barcas y de los campesinos cuando iban a sus arrozales. Conocían y amaban a todos los vecinos y a éstos les gustaba saber que, desde la altura, el abuelo velaba por ellos con afecto.
Un día, estando ya el arroz casi maduro y las rubias espigas balanceándose al viento y al sol, el abuelo oteaba a lo lejos preocupado. Había percibido algo extraño. A lo lejos se levantaba una gigantesca cortina de agua, como si el mar y el cielo se hubiesen unido. El abuelo se puso la mano en la frente, a modo de visera, para observar mejor. Al cabo de unos instantes, se volvió hacia la casa y gritó:
— ¡Juan! ¡Vete al fuego y trae dos tizones encendidos! ¡Corre!
Juan no sabía para qué quería su abuelo el tizón encendido, pero obedeció. El abuelo cogió uno de los tizones y salió corriendo hacia el arrozal más cercano, al tiempo que le decía a su nieto que lo siguiera con el otro tizón. Juan no entendía nada, hasta que vio, lleno de espanto, cómo el abuelo lanzó el trozo de leña encendido en medio del sembrado.
— Pero, abuelo, ¿qué hace?
— ¡De prisa, rápido, lanza el tuyo, no te pares, prende fuego!
Juan no entendía nada, miraba asombrado. Creía que su abuelo se había vuelto loco. Pese a todo, obedeció y lanzó su tizón.
Rojas llamas se extendieron por los campos mientras una negra humareda subía hacia el cielo. Desde abajo, la gente del pueblo vio el incendio de los arrozales y gritando ¡fuego, fuego! se apresuraron a subir al monte por los estrechos senderos. Nadie se quedó en el pueblo. Hasta las madres, con los pequeños al cuello, subían corriendo. A los pocos minutos llegaron a los campos y cuando vieron quemados sus magníficos arrozales se dirigieron hasta la casa del abuelo y se pusieron a gritar furiosos:
— ¿Cómo ha podido suceder esto? ¿Sabe quién lo ha hecho?
— He sido yo – contestó el abuelo con calma.
— Y yo lo he ayudado – dijo Juan llorando.
Se arremolinaron a su alrededor gritando:
— ¿Por qué lo habéis hecho? ¡Estáis locos! ¡Habéis arruinado toda la cosecha!
Entonces el anciano se volvió hacia el mar y extendiendo la mano señaló el horizonte y dijo:
— Mirad.
Se dieron la vuelta y miraron. Allí donde poco antes se extendía en calma el gran mar azul, ahora se levantaba una enorme cortina de agua, una ola gigantesca. Todos se quedaron en silencio llenos de miedo y asombro. Ni un solo grito se escuchó, sólo temor en todos. Inmediatamente una gran ola llegó a la playa, alcanzó el pueblecito con un estruendo horrible y luego se rompió contra la montaña. Después otra ola, otra menor y otra.
Cuando el mar se calmó sólo quedó una gran extensión de agua. El pueblo había desaparecido bajo las aguas.
Afortunadamente, toda la gente había podido escapar y estaba a salvo en lo alto de la montaña. Ahora ya, más serenos y calmados, entendieron lo que había hecho. Todos le dieron gracias al abuelo, alabando su inteligencia y su rapidez al buscar la única solución posible. Todos se dieron cuenta de que, a pesar del miedo que habían pasado y de la tristeza de ver arrasados los arrozales, la acción del abuelo había salvado a todos de ahogarse por el furioso e inesperado tsunami.
*** *** ***
Hay momentos en la vida en los que hay que tomar decisiones que pueden hacer mucho daño, pero que en realidad están intentando salvar a muchas personas. A veces las personas entenderán las razones que les demos; otras, no. Recuerdo el hecho que le pasó a Jesucristo cuando, por salvar a un endemoniado, 2000 cerdos que estaban paciendo por la zona se arrojaron al mar desde lo alto de una montaña y se ahogaron. Las personas no entendieron lo ocurrido y le pidieron que se marchara de aquel lugar. En este caso, gracias a la valentía y rapidez del abuelo todos los habitantes del pueblo salvaron sus vidas, aunque perdieron sus posesiones.
Así es cómo actúa Dios si le dejamos. A veces se vale de soluciones que no nos agradan, pero si conociéramos los motivos que tenía para llevarlas a cabo y nuestro corazón no fuera tan duro y materialista estaríamos de acuerdo con su proceder. El problema es que a veces nuestro corazón es tan ciego que sólo vemos que se ha arrasado todo el pueblo y no nos damos cuenta de que en realidad se han salvado todos sus habitantes. Y es que el Señor, a la hora de actuar, considera razones que muchas veces al hombre se nos escapan.