Comentario al XXXII Domingo del Tiempo Ordinario
Cerca del final del año litúrgico, meditamos sobre las verdades últimas de la vida humana: hoy, la esperanza en la resurrección.
El episodio de la tortura y la muerte de los siete hermanos macabeos ante la mirada de su madre atestigua cómo la revelación sobre la resurrección de los muertos progresó a lo largo del Antiguo Testamento.
El segundo hijo dice: “Cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna”; y el tercero: “Del cielo recibí [las manos]; espero recobrarlas del mismo Dios”. Una fe en la resurrección vinculada al mérito por las buenas obras realizadas en vida.
En el Evangelio de Lucas aparecen por primera vez los saduceos, pero muchos de ellos eran sumos sacerdotes, por lo que probablemente también se encontraban entre los que poco antes, tras la expulsión de los vendedores del templo, “buscaban acabar con él” (Lc 19, 47), y que tras interrogar a Jesús “intentaban echarle mano” (Lc 20, 19).
Estaban relacionados con la aristocracia sacerdotal que controlaba las finanzas del templo. Consideraban que sólo el Pentateuco era inspirado y como en esos libros no se mencionaba la resurrección pensaban que no pertenecía a la fe del pueblo judío. Su pregunta da a Jesús la oportunidad de hablar de la resurrección, sin referirse a la suya.
La ley del levirato de la que hablan, tan alejada de nuestra mentalidad, expresa el deseo de supervivencia más allá de la muerte, a través de la vida de los hijos. En cambio, la fe en la resurrección da a los siete hijos macabeos la fuerza para perder la vida por amor a Dios, renunciando a traer hijos al mundo.
Jesús subraya la gran diferencia que hay entre el mundo terreno y la vida en Dios después de la muerte. Cuando dice que no toman esposa ni marido, no está afirmando que en la vida celestial sean indiferentes las relaciones amorosas que se tenían en la vida terrenal, sino que tienen características diversas: no dan lugar a vínculos como los terrenos ni a nuevos nacimientos.
El amor, en cambio, permanece: es más, se vive en grado máximo, sin límites, distracciones, egoísmos, envidias, celos, incomprensiones, enfados o infidelidades, sino con la libertad de los ángeles del cielo, siempre dispuestos a amar como Dios ama.
Jesús, que conoce la relación de los saduceos con la Torá, refuta su error citando precisamente a Moisés, considerado el autor de la Torá, que en la zarza ardiente oye a Dios llamarse el Dios de Abraham, Isaac y Jacob: por tanto, éstos están vivos, y los muertos resucitan. Con fe en el Dios de los vivos, Jesús se dirige hacia su pasión y muerte, y le confía: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46), sé que dentro de tres días mi espíritu volverá a dar vida a mi cuerpo, que así resucitará.