Comentario a la Solemnidad de la Inmaculada Concepción
Las lecturas de hoy -en esta fiesta tan hermosa- ponen en contraste la vergüenza que supuso para la humanidad el pecado de Adán y Eva y el honor de la humanidad mediante el sí fiel, el fiat, de María. Esta fiesta nos habla de la victoria de Dios sobre el pecado, que, de manera misteriosa, comenzó por adelantado en la Santísima Virgen María. Pero todo debido a la gracia de Dios. Por eso las lecturas de hoy nos hablan del “cántico nuevo” de Dios, de las “maravillas” que ha hecho y de su bendición “con toda clase de bendiciones espirituales” en Cristo.
Toda la humanidad había sido corrompida por la caída de nuestros primeros padres, como señala con fuerza en el Salmo 14: “Todos se extravían igualmente obstinados, no hay uno que obre bien”. Toda ella compartió de alguna manera la vergüenza de Adán y pudo decir con él a Dios: “Oí el ruido de ti en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí”. Todos, como Adán, tratamos de culpar a la mujer, y esta mujer, Eva, comparte ciertamente una gran parte de la culpa: “La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí”.
Pero para preparar el camino del Santo, Dios hecho hombre que desharía la obra de Satanás, Dios preparó a una mujer santa que escucharía a Dios y no al diablo, una mujer que se humillaría ante Dios y no se levantaría, como Eva, en orgullosa rebeldía contra él. Adán y Eva querían “ser como Dios”. María sólo puede decir: “He aquí la esclava del Señor”. Intentaron escapar a Dios, desobedeciendo su voluntad. María se sometió obedientemente a su voluntad: “Hágase en mí según tu palabra”.
Hay dos maneras de salvarse: por curación o por prevención. Podemos curarnos de una enfermedad, pero es mucho mejor la vida sana que nos salva de caer en esa enfermedad. La Iglesia llegó a comprender que, aunque todos necesitamos la salvación de Cristo, María se salvó de una manera superior, por prevención: fue librada, desde el mismo momento de su concepción en el seno de su madre Ana, de cualquier mancha de pecado. Y esto, en función de su condición de Madre de Dios. Como quien iba a recibir en su seno al Dios Santísimo hecho hombre, como nueva Arca de la Alianza, fue preservada de todo pecado.
En marcado contraste con el “juego de la culpa” de Adán y Eva -habiéndose levantado con orgullo contra Dios, tratan con orgullo de eludir su propia responsabilidad- vemos la humildad de María. En ella se hacen realidad las palabras de Cristo: “El que se humilla será exaltado” (Mt 23, 12). Mientras que el orgullo lo mancha todo, en la humildad hay algo de “inmaculado”: limpia, purifica, preserva de corrupción. La Iglesia nos enseña por medio de estos textos que, si bien nunca podremos compartir plenamente la santidad de María, al menos podemos acercarnos a ella intentando participar de su humildad.