Cuentos con moraleja: “El valor del sacrificio”
Un anciano sacerdote que llevaba más de 50 años destinado en Guanay (Bolivia) todos los años al comenzar la Cuaresma solía dar alguna charla sobre ella a sus parroquianos más fieles. Dándose cuenta de que la vida fácil y cómoda iba siendo un obstáculo para muchos de ellos para perseverar en la fe, les relató este cuento:
Había una vez un padre con tres hijos. Los llamó y les dijo:
—Hijos míos, yo ya soy muy viejo. Voy a morir y vosotros no conocéis aún el poblado del que vienen vuestros antepasados. Así que poneos en marcha, id y saludad a la familia. Pero tendréis que ir a pie, porque no hay caminos, pero para lo que pueda haceros falta cada uno llevará un tronco de árbol que yo os daré.
El poblado estaba muy lejos, pero los hijos obedecieron. Al poco de comenzar a caminar, el mayor dijo:
—Lo que papá nos pide es absurdo: es imposible andar con este peso encima.
Así que tiró el tronco y continuó el camino mucho más rápido que sus dos hermanos.
Más adelante, el segundo dijo:
—Nuestro hermano mayor tiene razón, pero como no quiero desobedecer a papá cortaré el tronco por la mitad para aligerar la carga.
El hermano menor quedó rezagado, con su gran tronco a cuestas, preguntándose por qué su padre les hacía sufrir así. Pero, a pesar de no comprender, siguió con su carga, fiel a lo que el padre les había dicho.
Los dos primeros llegaron mucho antes que él al poblado. Sólo que, delante de la entrada, un profundo barranco por el que discurría un río muy caudaloso les cortaba el paso. El mayor trató de saltar, pero no llegó, se precipitó en el vacío y se mató. El segundo intentó usar su medio tronco de puente, pero la madera no alcanzaba, resbaló y se cayó también.
Cuando llegó el pequeño, exhausto y medio muerto por el esfuerzo, vio y comprendió. Su tronco tenía las dimensiones justas para servir de puente sobre el precipicio. Atravesó el barranco, entró en el poblado y fue recibido con alegría por toda la familia.
Al acabar el sacerdote de hablar, la comunidad se quedó un momento en silencio. Silencio que aprovechó para explicar por qué el Señor nos dijo que si queríamos seguirlo teníamos que abandonarlo todo y tomar la cruz.
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Muchas veces, llegan a nuestra mente buenos propósitos de seguir a Cristo; pero desgraciadamente pasados pocos meses son abandonados. La razón es siempre la misma: nos parece un camino difícil. Entonces, nos engañamos a nosotros mismos y nos fabricamos un camino “más fácil”, creyendo que de ese modo también podremos llegar hasta Él. Pasando un poco más de tiempo, abandonamos nuestro intento de ser mejores, pues ese camino que nosotros nos habíamos preparado es incapaz de darnos la felicidad. ¡Cuántas veces nos habrán ocurrido a nosotros cosas parecidas!
Hay una relación directa entre el amor que tenemos por algo y la capacidad de sacrificarnos por eso que amamos. Por ejemplo: una madre es capaz de hacer grandes sacrificios por su bebé de pocos meses porque lo ama mucho. En cambio, con qué facilidad encontramos motivos suficientes para faltar a Misa un domingo, que en el fondo es porque amamos poco a Dios.
El sacrificio es la otra cara del amor. Todo amor auténtico ha de ser probado y purificado en el crisol del sacrificio. Así nos lo demostró Cristo en su propia persona y así nos lo enseñó Él a nosotros. Él es el Maestro, nosotros no somos más que discípulos. El buen discípulo se limita a seguir las enseñanzas de su Maestro, no se dedica a fabricarse las suyas propias.
A pesar de que la teoría está clara, las dificultades que se presentan en el camino, unidas a nuestro escaso amor, nos llevan a abandonar con facilidad nuestras metas. Ahí está nuestro error.
Todos tenemos un tronco que llevar. Jesús hablaba de cargar con la cruz cada día. Al final del camino comprenderemos porqué.