Comentario al XIV Domingo del Tiempo Ordinario
Es hermoso ver cómo Nuestro Señor Jesús vincula una actitud infantil con la paz del alma. Pero quizá no sea sorprendente, porque todos sabemos que los niños son mucho más despreocupados que los adultos, agobiados por los problemas de la vida, reales o inventados. San Josemaría Escrivá, que tanto sabía de la infancia espiritual y tan poderosamente escribió sobre ella, lo expresó muy bellamente en su obra Camino: “Siendo niños no tendréis penas: los niños olvidan en seguida los disgustos para volver a sus juegos ordinarios. —Por eso, con el abandono, no habréis de preocuparos, ya que descansaréis en el Padre” (n. 864). Y así nos lo dice Jesús en el evangelio de hoy: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños”. Hay cosas que sólo los niños entienden y hay una paz que sólo los niños disfrutan. Y así continúa Nuestro Señor: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas”.
Estas preciosas palabras a su vez me hacen pensar en esas deliciosas líneas del salmo 131: “Sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre; como un niño saciado así está mi alma dentro de mí”. Cuanto más aprendamos a ser como un niño ante Dios, más paz de alma adquiriremos.
No es de extrañar que Jesús pusiera como condición para entrar en el reino de los cielos ser como niños (cfr. Mt 18, 3).
En la primera lectura, la Iglesia nos ofrece otra cualidad infantil, que también conduce a la paz. Se nos presenta al Mesías rey entrando en Jerusalén, “pobre y montado en un borrico”. En su humildad, “proclamará la paz a los pueblos”.
La humildad trae siempre la paz. Y los niños son humildes por naturaleza: dan por sentada su pequeñez e incluso podríamos decir que se convierte en su fuerza, pues atrae nuestra compasión y protección hacia ellos. A continuación, la segunda lectura, al invitarnos a vivir “espiritualmente” en el Espíritu Santo, nos recuerda también que es Él quien activa en nosotros el don de la piedad y, con él, nuestro sentido de la filiación divina. Aunque no se da en esta lectura, el capítulo de la epístola de Pablo a los Romanos continuará diciendo: “habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ‘¡Abba, Padre!’. Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios”. Así pues, la lección de esta semana es clara: guiados por el Espíritu para parecernos cada vez más a los niños, con su humildad, alcanzaremos una paz profunda y llegaremos a conocer a Dios con esa perspicacia reservada a los niños y que se niega a “los sabios y entendidos”.