Érase una vez una comunidad de religiosas clarisas que vivían en el convento de Santa María de Jesús de Ávila. La hermana sacristana, cinco días antes del comienzo de la Novena al Niño Dios, había subido a las falsas del convento para reunir las piezas y preparar el Nacimiento que todos los años ponían en su iglesia. Después de haber desempolvado, limpiado todas las imágenes y repintar un dedo que se le había descolorido al rey Melchor, colocó todas las estatuillas con el primor y delicadeza propios del mismo San Francisco de Asís o de su santa fundadora.

Este año tuvieron que comprar un nuevo Niño Jesús, pues el que tenían había perdido la pintura de tantos besos que recibía, al tiempo que le faltaban dos dedos de la mano izquierda y tenía un chichón en la cabeza. Parece ser, según cuentan, que Pedrito, el hijo pequeño del hombre de los recados del convento, había cogido el Niño Jesús para darle un beso y se le cayó al suelo.

Una vez concluido el Belén, la hermana Francisca de la Trinidad, nuestra sacristana, llamó a la madre superiora para que diera su aprobación. La madre superiora quedó encantada con el Nacimiento, y, de modo especial, con la belleza singular del nuevo Niño. Según dijeron, había sido un regalo de un feligrés que vivía en el pueblo y se había ido a Roma en peregrinación con el párroco y otros cuarenta miembros de la comunidad.

Las fiestas fueron pasando con parsimonia, aunque no tan lentas como les hubiera gustado a los niños de la escuela. Llegó el día de Reyes. Iba a comenzar la Santa Misa cuando la hermana Francisca, toda asustada, fue en busca de la madre superiora:

  • Madre, ¡el Niño Jesús no está en el Belén!

La madre superiora y Sor Francisca fueron a ver al sacerdote que se estaba revistiendo para la Misa:

  • Padre, ¿sabe usted algo del Niño Jesús?

A lo que el Padre respondió:

  • Lo habitual. Lo que nos dicen los evangelios.
  • No, padre. Queremos decir que el Niño Jesús no está en el Nacimiento. ¡Parece ser que lo han robado!

Había que buscar aunque fuera el Niño Jesús antiguo para la ceremonia, pues, como todos los años, acabada la Misa, era besado cariñosamente por todos los asistentes, desde la abuela Nicanora hasta el último hijo de la Tomasa que acababa de cumplir tres meses.

Minutos después, vuelve sor Francisca diciendo que el Niño Jesús antiguo no lo tenían, pues lo había regalado a una familia pobre que no tenían Nacimiento.

  • Hermana, – dijo el sacerdote – vaya usted a la plaza del ayuntamiento y compruebe si en los puestos de figuras que el alcalde ha colocado estos días hubiera un Niño Jesús medio decente.

Sor Francisca, remangándose el hábito, después de haber tomado algo de dinero, se fue a la plaza del ayuntamiento a ver si tenía suerte. En su camino, comenzó a llorar y a pensar:

  • Con lo bello que era el nuevo Niño Jesús. ¡Qué lástima!

En esto que, al dar la vuelta a la esquina del convento, se encontró con Pedrito que iba arrastrando una camioneta de juguete. La hermana lo reconoce y le pregunta:

  • Pedrito, ¿qué llevas envuelto en tu preciosa camioneta?
  • El Niño Jesús – responde risueño Pedrito.
  • ¿El Niño Jesús? – exclama asombrada sor Francisca.
  • ¿De dónde lo sacaste?
  • De la iglesia. – Responde todo muy serio.
  • Pero, ¿no sabes que no está bien llevarse cosas de la iglesia?
  • Ya lo sé, sor Francis. Pero tenía que hacerlo. Le prometí al Niño Jesús que, si me conseguía una camioneta para Reyes, le llevaría a Él primero a dar una vuelta por el barrio.

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Bendita inocencia la de Pedrito. A veces nosotros los mayores ya no sabemos hablar con Jesús, ni sacarlo de paseo con nosotros a los lugares donde vamos. ¡Cuánto hemos perdido! Es frecuente que, en el intento de conseguir cosas que consideramos valiosas para nuestras vidas, dejemos atrás otras que son mucho más importantes.

La niñez es una parte esencial en la vida de toda persona. Es el momento en el que aprendemos la virtud, la obediencia…, entre muchas otras cosas, pero quizás lo más importante de todo es que al niño le sale solo hablar con Jesús.

Desgraciadamente, esta historia u otras parecidas, que ocurrían en nuestros benditos hogares hace no tantos años, ahora no son más que recuerdos del pasado. Nosotros hemos perdido la inocencia; y los niños, tan ocupados en jugar a la “Play”, a la Nintendo y a no sé qué más, nunca la han conocido. Si eres padre no permitas que a tus hijos les roben uno de los tesoros más bellos que Dios nos ha regalado.