Todos conocemos la devoción y el cariño que los sevillanos le tienen a Nuestra Señora de los Dolores, a quien llaman familiarmente “La Macarena”. A ella recurren con profunda fe solicitando ayuda, dando gracias y haciendo promesas.

Hace unos años, una familia sevillana tuvo la desgracia de que el hijo más pequeño sufrió un grave accidente de moto del que quedó en estado de coma. El padre iba todos los días a rezar a la Macarena pidiéndole la curación de su hijo. Los médicos, que conocían la gravedad del proceso, no le daban muchas esperanzas.

Pasaban los días y el hijo en lugar de mejorar empezó a presentar serias complicaciones que anunciaban un fatal desenlace. No obstante, el padre, movido por su fe en la Macarena, hizo promesas, sacrificios y toda clase de oraciones. Sabía que no le podía fallar.

Una mañanita, estando el padre en el trabajo, lo llamaron del hospital para anunciarle que su hijo estaba agonizando. La familia al completo se presentó en el hospital. Pocos minutos después el hijo moría en medio de angustiosos llantos.

Ante este fatal desenlace, el padre se desesperó, blasfemó, pensó que había perdido el tiempo pidiéndole a la Virgen una gracia. En el enfado del momento prometió que no iría más a verla y que, si ella quería algo, fuese a verlo a su casa.

Desde ese momento dejó toda práctica religiosa y sacramental. Estaba desconocido. Un hombre que siempre había vivido muy cristianamente no supo encajar el golpe cuando el sufrimiento llamó a su puerta.

Tres años después de la muerte del hijo, en plena Semana Santa, la Cofradía de la Virgen Macarena salía en procesión como todos los años por las calles de Sevilla y comenzó a llover.

La Virgen pasaba en esos momentos por delante de la casa de este padre todavía trastornado por la muerte de su hijo. Los cofrades llamaron a la casa para que les dejara entrar el paso de la Virgen en la espaciosa cochera que había junto a la fachada principal.

Tomado por sorpresa, nuestro hombre no puso ninguna pega. Abrió la cochera de par en par y dejó entrar el maravilloso paso de la Virgen. Apenas la Macarena había cruzado el umbral de la cochera se acordó de las palabras llenas de rabia y desprecio con que se había dirigido a ella. La misma Virgen había escuchado su queja y ahora venía humildemente a su casa para sanarle el corazón.

Al ver las lágrimas de la Virgen por su Hijo muerto en la cruz, un profundo sentimiento de pesar y arrepentimiento le inundó el corazón. Comprobar que la Virgen le había escuchado y había acudido a él le llenó el alma de paz. Pudo comprobar por sí mismo que una Madre nunca abandona.

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Cuando sufrimos, tendemos a cometer dos graves errores que hacen que nuestros sufrimientos todavía duren más y en ocasiones no encuentren una fácil solución: el primer error es culpar a Dios de los males que nos ocurren. Dios, por respeto a nuestra libertad, permite las cosas malas que nos puedan pasar, aunque nunca las quiere ni las causa directamente (salvo cuando a través de un castigo busque corregirnos de errores muy graves. Por ejemplo: la expulsión del Paraíso de nuestros Primeros Padres, el castigo de Sodoma y Gomorra por su perversión, etc…). Y el otro error que cometemos en esos momentos de pena es el de separarnos de Dios, abandonarlo. En lugar de acudir a Él para que sane nuestras heridas y nos acompañe en nuestro pequeño calvario, tendemos a separarnos de Él, por lo que, si tenía intención de ayudarnos, no se lo permitimos. Afortunadamente, del mismo modo que tenemos un Padre en el cielo, también tenemos una Madre; Ella, con un corazón lleno de bondad y comprensión, acude en ayuda de nuestra debilidad.

¡María, consuelo de los afligidos! – Ruega por nosotros.