Cuentos con moraleja: “Doña Anita, la malpensada”
Doña Anita era una octogenaria viuda que vivía en Padrón (A Coruña) allá por los años setenta. Tuvo la desgracia de enviudar a los dos meses de casada, pues su marido, su Pepe -como ella le llamaba-, murió en la guerra de Cuba siendo cabo primero.
De él sólo le quedaron una preciosa fotografía, ya amarillenta, unas viejas sábanas de seda, que sólo se usaron cuatro noches, y una pensión del ejército, que con las últimas subidas llegaba a las 15.426 pesetas (unos 93 euros de ahora).
Con este fabuloso sueldo vivió doña Anita la gran mayor parte de su vida. Algunos cuentan que, como sabía coser, se ganaba también algunos dinerillos arreglando pantalones y cosiendo vestidos a las mujeres del pueblo. Sea lo que fuere, doña Anita se las tenía que arreglar con bastante menos de lo necesario para vivir dignamente. A pesar de su estrechez, siempre guardaba 100 pesetas para celebrarle cada día 25 del mes una Misa por el eterno descanso de su difunto marido.
El primer día del mes, como era su costumbre, fue muy temprano al banco a cobrar la pensión. Antonio, el cajero, le dijo que se le habían acabado los billetes pequeños, por lo que tendría que esperar a que llegara el furgón con billetes a eso de las once o cobrar en billetes grandes. Ella respondió que le daba lo mismo. Así que Antonio le dio el importe de su pensión en billetes grandes: tres de 5.000 pesetas y el resto, en monedas.
A doña Anita le alegró tener en las manos aquellos billetes nuevos que acababan de salir. Se hacía la ilusión de que le había tocado un premio de la lotería, de la Navidad recién acabada; pero al mismo tiempo se llenó de temor ante el peligro de perderlos, por lo que pensó pedirle a don Evaristo el boticario, antiguo compañero de su marido en la guerra de Cuba, que se los cambiara.
Del banco se fue a la Iglesia para escuchar Misa de 10, como solía hacer todos los días. Acabada la Misa fue a la botica para pedirle al boticario que le cambiara los billetes, pero don Evaristo no estaba, por lo que se tuvo que ir a la casa con los billetes de 5.000 pesetas.
La mañana siguiente fue a la Iglesia de Santiago para escuchar Misa de 10 como siempre. Terminadas sus oraciones a San José y al resto de los santos que había en la Iglesia, fue al mercado a hacer la compra del día. Cuál fue su sorpresa cuando al ir a pagar las verduras descubrió que sus flamantes billetes de cinco mil habían desaparecido.
Doña Anita revolvió y volvió del revés su bolso. ¡Pero nada! Hizo cinco veces el camino que iba del mercado al banco, a la Iglesia y a su casa. ¡Sus billetes se habían esfumado! Buscó debajo de todos los bancos del templo, removió los muebles de su casa; incluso le rezó a San Antonio, patrono de las cosas perdidas. ¡Y nada! La angustia se hizo dueña de su corazón.
¿Cómo podría vivir ahora los treinta horribles e interminables días del mes sin un céntimo? Nadie le podía ayudar pues todas las personas que conocía en este mundo estaban ya en el otro. Así que, con lágrimas de desesperación, se volvió a su casa.
Doña Anita vivía en el piso tercero de un edificio de seis plantas que construyó por los años 60 un antiguo alcalde con un dinero –según cuentan las malas lenguas – que había conseguido en no sé qué negocio de contrabando. Una vez que llegó a la casa, dejó en la mesa del comedor lo que llevaba en las manos, recuperó el resuello y, ya con algo más de serenidad, se dispuso a contar todas sus pertenencias y comprobar qué podía llevar a la casa de empeño para poder salir adelante siquiera unos días.
No le quedaba nada de valor por vender… salvo las sábanas de seda viejísimas, un viejo reloj de cuco, una máquina de coser Singer y un viejo medallón que había pertenecido a su madre. ¡Pero vender eso sería como venderse a sí misma y quedarse sin ningún recuerdo y sin ningún medio con el que conseguir algo de dinero extra!
Malcomió aquel día los restos que encontró en la despensa. Esa noche se acostó temprano, pensando que el día siguiente sería mejor, pero le fue casi imposible conciliar el sueño. Oyó tocar el reloj del comedor a las diez, a las once…La verdad es que sí apenas durmió en esa larguísima noche.
- – ¡Eso es! -pensó entre dos angustiados sueños-. ¡Los billetes los perdí en el ascensor!
Se levantó temblando y, con un abrigo encima del camisón, salió a la escalera. ¡Pero ni en el ascensor ni en la escalera había nada! Regresó a su lecho sintiéndose como una condenada a muerte.
A la mañana siguiente, cuando salió a Misa -Dios era lo único que le quedaba-, pegó en la cabina del ascensor una tarjetita en la que anunciaba que, si alguien había encontrado 15.000 pesetas en tres billetes de cinco mil, hiciera el favor de devolvérselos a doña Anita Carballo (planta 3ª).
Conforme iba llegando a la Iglesia, le pareció que los demonios se le metían dentro. Con un corazón más tranquilo, pero con una mente más confusa, se puso el velo negro al entrar al templo, tomó agua bendita y se fue al segundo banco de la izquierda como solía hacer.
Aquella Misa fue la más angustiosa en la vida de doña Anita. Cuando el sacerdote comenzó a rezar el “Yo confieso”, se acordó de que ayer, en una de sus idas y venidas, se había cruzado en la escalera con la otra viuda del cuarto -a la que los vecinos llamaban, para distinguirla de ella, la viuda alegre, y no sin motivos- y había comprobado que acababa de estrenar un precioso bolso de cuero. En ese momento pensó:
- – ¡Ahí estaban fundidos mis dineros! ¡Estaba claro como la luz del día!
Mientras el sacerdote leía el Evangelio, doña Anita recordó que las dos chicas del quinto -esas golfas que volvían todas las noches a las tantas, Dios sabe de dónde-, habían llegado ayer mucho más tarde de lo ordinario. Ella tembló ante el pensamiento de lo que aquellas dos perdidas habrían podido hacer con su dinero.
Cuando el sacerdote recitó el ofertorio vino al pensamiento de doña Anita su vecino del segundo, el carnicero. Un comunista malcarado, que ayer la miró al cruzarse con ella en la escalera con una mirada aviesa y repulsiva.
- – ¡Dios santo! ¿En qué habrá podido invertir el comunista mi dinero?
En la consagración fue don Fernando, el del primero -ése que decían que vivía con una mujer que no era la suya- la víctima de las sospechas de doña Anita.
Y como la Misa aún duró diez minutos, al final fueron todos los vecinos, uno a uno, los seguros “apropiadores” de la sangre de nuestra viuda.
De vuelta ya en casa, aunque un poco triste porque no había comulgado ese día por sus malos pensamientos, cuando entró en su piso se le cayó el misal y de él salieron algunas estampas y los billetes que había perdido. Lo primero que le vino a la mente fue pedirle perdón a Dios por haber pensado mal de todos sus vecinos. Acto seguido, se dijo a sí misma tonta y descuidada siete veces seguidas.
Ya más tranquila, cuando se disponía a salir jubilosa al mercado para hacer la compra, alguien llamó a su puerta. Era la viuda del cuarto, que, miren ustedes, había encontrado los billetes en el ascensor ¡tres!
Doña Anita le dio las gracias, le pidió disculpas y le dijo que ya los había encontrado, que esos billetes serían de otra persona que los habría perdido. Estaba la viuda alegre saliendo cuando llamaron a la puerta las dos chicas del quinto, las “golfas”, diciendo que habían encontrado en la escalera los billetes. Luego fue el carnicero y éste había encontrado, no tres de cinco mil, sino quince billetes de mil, nuevecitos y juntos. Después subió don Fernando repitiendo una historia parecida. Hay que ver qué casualidades: ¡todos habían encontrado billetes ese día en la casa!
Mientras doña Anita lloraba por haber sido una malpensada, se dio cuenta de que el mundo era hermoso, la gente no era tan mala y era ella quien estropeaba el mundo con sus sucios pensamientos.