Comentario al Domingo XXXII del Tiempo Ordinario
Los saduceos eran, en tiempos de Cristo, algo así como un partido político que negaba la resurrección y la vida después de la muerte. Algo de moda también hoy en día. ¡Cuántas personas, incluidos no pocos cristianos, niegan que el hombre tenga espíritu y que haya algo después de la muerte! El Señor les aclara que “Dios no es Dios de muertos sino de vivos; porque para Él todos están vivos”.
En la primera lectura de este domingo, del segundo libro de los Macabeos, se narra el martirio de aquellos siete hermanos que murieron antes que transgredir la Ley de Dios. Son impresionantes las respuestas que dan al rey inicuo que pretende hacerles actuar contra su conciencia.
“Tú, malvado” –le dice uno de ellos-, “nos arrancas la vida presente; pero cuando hayamos muerto por defender su Ley, el Rey del universo nos resucitará para una vida eterna”. Y otro: «vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará».
La fe en la vida eterna constituye el último artículo del Credo cristiano, pero no el último en orden de importancia. Tanto los textos evangélicos, como las Epístolas de los Apóstoles, insisten de diversas maneras en esta verdad de fe que nos promete una Vida posterior a ésta de la tierra, que será bienaventurada si no nos separamos de Cristo y cumplimos sus mandamientos.
Un tema fundamental en la evangelización del mundo que nos rodea es, sin duda, la necesidad de conocer a Jesucristo: nuestro Redentor y Salvador. Pero en seguida resulta necesario hablar de que la vida humana no termina con la muerte. La muerte es el fin de la vida biológica, pero no del ser humano.
El espíritu del hombre pervive más allá de su soporte biológico, porque no está esclavizado a él. El alma humana tiene características que superan la materia de que estamos constituidos. Ciertamente, espíritu y cuerpo forman una unidad inseparable, pero aparece un doble punto a tener en cuenta.
El primero es que el espíritu no se compone de partes, por lo tanto no se ve afectado por la descomposición del cuerpo. Las actividades propias del espíritu –conocimiento y amor- se ejercitan, en este mundo, a través del cuerpo; pero no se reducen a lo que le presentan los sentidos; son capaces de ir más allá: por ejemplo, amar a los enemigos; crear belleza, sin ningún modelo previo; etc.
El segundo es cuestión sobrenatural de fe. Tenemos la promesa de Cristo de que resucitaremos, como Él; lo cual sucederá al final de los tiempos. No somos capaces de explicar cómo será esto, pues carecemos de experiencias previas, pero sabemos que será así por la firmeza de la palabra de Jesucristo, que es el soporte de toda nuestra fe.