Cuando los discípulos de Jesús me preguntaban cómo se inició todo, dice Santa María, les contaba el anuncio del ángel. Comenzaba con las palabras con las que se empieza una historia: “Había una virgen desposada con un varón que se llamaba José, en Nazaret de Galilea. A ella, que tenía el nombre de María, le fue enviado el ángel del Señor. Entrando donde ella estaba, le dijo: ‘Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo’”.

Miraba sus ojos asombrados cuando subrayaba la normalidad de mi vida. Todos pensaban que el Mesías tenía que venir del cielo con grandes señales. No podían imaginar que pudiera venir de una mujer, y de una mujer cualquiera.

Nunca habían pensado que pudiera venir de una región de la periferia, jamás nombrada en la Escritura, donde las gentes de la Galilea se habían mezclado con pueblos de otras religiones, y, por eso, eran despreciados por los fariseos, que se creían cumplidores de todas las prescripciones de la Ley.

Les subrayaba el lugar donde me vino a buscar el ángel del Señor, porque sabía que era despreciado: “¿De Nazaret puede venir algo bueno?” (Jn 1,46). ¡Así le respondió Natanael a Felipe cuando le habló de Jesús! Cuando me conoció, me pidió perdón por haber pensado y dicho algo así de mi pueblo natal. ¡Cuánto he querido a Natanael, como a todos! Él mismo repetías esta historia de su comentario desafortunado, para que todos entendieran el error de tener prejuicios, y que a Dios le había gustado, al hacerse como uno de nosotros, cambiar todas esas ideas equivocadas.

Dios eligió a una chica que no contaba para nada. De un pueblo desconocido. Y su concepción ocurrió de un modo único y extraordinario, en medio de la paz y el silencio de un día cualquiera de primavera. Sin ningún sonido de trompetas. Lo sabía sólo yo. Esto me ha conmovido siempre. Durante algún tiempo, sólo yo fui depositaria de ese secreto: “Es bueno mantener oculto el secreto del rey” (Tb 12,7). Lo custodiaba con infinito amor. Me sorprendía que el acontecimiento más importante de la historia de los hombres pasara oculto al mundo y a la historia, en la más completa normalidad de los días siempre iguales de una chica de un pueblo de pocos habitantes. Este estilo de Dios lo he encontrado durante toda mi vida y la de Jesús. No quiso para su Hijo ningún privilegio, sino una existencia como la nuestra, normal, con todos los elementos cotidianos: las dificultades y las cosas bellas, las pruebas, tentaciones y victorias, o las liberaciones. Me maravillaba la inmensa grandeza de la iniciativa de Dios, en mi normalidad de mujer joven, a la espera de un hijo. Lo extraordinario y lo normal se mezclaban. Providencia y dificultad. Divinidad y humanidad. También las tentaciones y las pruebas forman parte de la normalidad de la vida.