Comentario al II Domingo después de Navidad
¿Quién es ese niño del que los ángeles hablaron en Belén, los pastores han visto reclinado en el pesebre de la gruta y que José y María llaman Jesús como había dicho el ángel? El cuarto Evangelio inicia con un himno, un canto, una poesía, una declaración de fe y de amor en la que no hay dudas: aquel niño, aquel hombre crucificado y resucitado y que subió al cielo, es la Palabra de Dios que se ha hecho carne. Aquel niño es la Sabiduría de Dios que finalmente ha fijado su tienda entre nosotros, como había prometido. El que me ha creado me dio una orden: “Pon tu tienda en Jacob, y fija tu heredad en Israel” (Eclesiástico, 24, 8). Ese niño que llora y sonríe, que la madre amamanta y envuelve en pañales, que duerme y se despierta, es el Verbo de Dios que estaba junto a Dios desde que “en el principio, creó Dios el cielo y la tierra”. Dios creador ha hecho por medio de él todas las cosas que existen.
Niño Dios, hombre Dios que hemos visto crecer y hemos contemplado de adulto: lleno de gracia y de verdad. Le hemos seguido. Ahora que ha desaparecido de nuestra mirada, lo podemos encontrar en todas las cosas, porque todas poseen su huella, su firma, su rostro. Lo reconocemos en toda realidad de lo creado. Su huella está en todo hombre. Realmente cada persona está en el prólogo de Juan: el Verbo hecho carne es la vida, y la vida es la luz “que alumbra a todo hombre”, “para que todos creyeran por medio de él”. En el Prólogo también aparecen las tinieblas, los obstáculos que en todo el evangelio se yerguen para destruir la potencia de la luz y de la vida. Pero no vencen. El mensaje del Prólogo es realista, y a la vez totalmente positivo acerca de la acción de Dios para con nosotros: en el Verbo que se hace carne, está “la luz”, está “la vida”, está la “gracia sobre la gracia” que recibimos a través de él. La posible negatividad está sólo en las tinieblas que rechazan al Verbo, y en quien no lo acoge.
Pero si lo acogemos, nos da el poder de ser hijos con Él. Por su vida conocemos a Dios: nadie lo ha visto jamás, pero él, que está en el seno del Padre, nos lo revela. “¡Muéstrame, Señor, tu rostro!”. La petición de los justos del antiguo testamento tiene finalmente una respuesta, para lo que no es necesario morir. “Felipe, quien me ha visto a mí ha visto al Padre”. El discípulo amado que en la última Cena se apoya sobre el pecho de Jesús, hace lo que el Hijo hace con el Padre. Y también él, como apóstol, como evangelista, nos revela al Hijo. Todo cristiano está invitado a ser como el discípulo amado: a apoyarse sobre el pecho de Jesús, a conocer su corazón, a hacer la experiencia de su carne, a alimentarse con su cuerpo y con su sangre, para después revelarlo al mundo como Palabra de Dios que se ha hecho carne como nosotros, para hacernos a nosotros hijos de Dios como Él.