Volvemos a la intimidad de la última cena, y escuchamos unas palabras de Jesús, densísimas: “Si me amáis”. El corazón de aquella cena es la revelación del amor. El corazón de la vida cristiana es amar a Cristo. Y, sin embargo, Jesús nos deja libres, nos invita: si me amáis. Si queréis amarme. Es una posibilidad, no una orden. No dice os mando que me améis, sino si me amáis guardaréis mis mandatos.

El amor es el secreto para vivir la vida de Jesús. Es la fuerza y la condición para vivir “mis mandamientos”, como se lee en el original. El acento está puesto en los mandamientos que él ha dado a lo largo de los años pero, sobre todo, en aquella Cena. Poco antes les ha dicho: “Pues si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros”. Y poco después, como una joya engastada entre la revelación de la traición de Judas y la profecía de la negación de Pedro, como una fuerza redentora que vence traiciones y negaciones. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros”. Si me amáis, os lavaréis los pies el uno al otro, os serviréis, os amaréis como yo os he amado donándoos toda mi vida, todo mi cuerpo, toda mi sangre.

Jesús es el único enamorado que puede hacer promesas seguras, que se cumplirán siempre: “Si me amáis, yo le pediré al Padre y os dará otro Paráclito, que esté siempre con vosotros”. Qué importante es asegurar un éxito positivo a ese “si…”. Muchas cosas dependen de nuestro amor libre por Cristo: pide al Padre y el Espíritu de verdad llega y permanece para siempre. Nunca más seremos huérfanos. Veremos a Jesús y sabremos que Él está en el Padre y nosotros con Él, y Él con nosotros. Nosotros también estamos en el Padre, estamos en la Trinidad de Dios, con el Espíritu Consolador y en Cristo.

Luego, nos anima: nos acaba de desvelar quién es el Espíritu, y frente a nuestra perplejidad e incertidumbre nos asegura: vosotros le conocéis, porque habita en vosotros y habitará en vosotros siempre. Y repite, para que lo entendamos bien: el que se toma en serio mis mandamientos, el que lava los pies, el que sirve con la toalla atada a la cintura, el que ama a sus hermanos como yo os he amado, ése es el que me ama de verdad. Luego amarte, ¿no es hacer grandes ayunos y largas oraciones, no equivocarse nunca? Jesús nos desplaza. Y continúa con promesas seguras, que se realizan ahora: a “mi amante”, mi Padre lo amará y también yo lo amaré y me manifestaré a él.

Creo, Jesús, en tu amor, en la posibilidad de que me dones el poder amarte como tú dices y de que realices en mí todas tus promesas.