Con María en el corazón de la Iglesia

“En la dramática situación actual, llena de sufrimientos y angustias que oprimen al mundo entero, acudimos a ti, Madre de Dios y Madre nuestra, y buscamos refugio bajo tu protección” (Papa Francisco).

1. Con el trasfondo de esta súplica celebramos una nueva Jornada Pro Orantibus, mientras el mundo entero se va replegando de distintas formas ante un virus que nos ha descolocado por completo a todos los niveles: sociales, sanitarios, laborales, familiares, comunitarios y personales, y también en la vivencia de nuestra fe. Apenas vamos siendo capaces de articular palabra ante una experiencia que no alcanzamos a comprender del todo.

Ahora que “la pandemia del coronavirus”, como decía el P. Cantalamesa en la homilía del Viernes Santo, “nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el delirio de omnipotencia”, nos sentimos especialmente frágiles y nos vemos en la necesidad de bajar el tono a la arrogancia y aumentar el volumen a la humildad. Ahora que no hay respuesta para tantas de nuestras cuestiones, al menos inmediata, se nos invita a convivir con interrogantes y dudas, y a adentrarnos en el silencio, puerta del Misterio que acoge en “la búsqueda inacabada de Dios”, llamados “a descubrir los signos de su presencia en la vida cotidiana, a ser capaces de reconocer los interrogantes que Dios y la humanidad nos plantean”, dejándole a Él que siga actuando en nosotros que nos preguntamoscon la sencillez de María ¿cómo podrá ser esto…? (cf.Lc 1,35).

Venimos de celebrar la Pascua. El Señor Resucitado se hace presente una y otra vez, nos visita y se hace compañero de camino. Nos recuerda que no estamos abandonados ni caminamos errantes: “Mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). En el hoy de la fe, somos la comunidad de los discípulos reunidos al anochecer de aquel día, “además de María, la madre de Jesús” (cf. Hch 1,13-14), a la espera de un nuevo Pentecostés: “El Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn 14,26).

Sin duda vuestra clausura, “lugar de la intimidad de la Iglesia esposa” y “signo de la unión exclusiva de la Iglesia esposa con su Señor, profundamente amado”, y el silencio, como elemento necesario que “posibilita la escucha y la ruminatio de la Palabra”, son realmente habitados por la presencia del Amor. Así, el silencio y la soledad, distintivos de la vida contemplativa, serán el espacio privilegiado para escuchar lo que el Señor sigue diciendo, y también el lugar de la espera del Espíritu para que suscite un nuevo Pentecostés en el interior de cada corazón y de cada comunidad, queridos miembros de vida contemplativa, a los que recordamos con la mayor estima y con sentimientos de gratitud en esta Jornada anual.

2. “La Santa Virgen María, para mí es la misma cosa que la santa Iglesia, y no he sabido nunca distinguir una de otra”, escribía Paul Claudel. Desde los inicios, la tradición de la Iglesia da testimonio de que María acompaña el crecimiento de las comunidades que siguen a Jesús, su hijo. “María es la tierra donde fue sembrada la Iglesia”, afirma san Efrén. En efecto, los vínculos entre la Iglesia y la Virgen María son numerosos y estrechos y están tejidos desde el interior. Estos dos misterios de nuestra fe están entre ellos en una relación tal que ganan siempre al ser iluminados el uno por el otro; aún más, para la inteligencia de uno es indispensable la contemplación del otro.

En la Tradición, los mismos símbolos bíblicos son aplicados sucesiva o simultáneamente a la Iglesia y a la Virgen. La una y la otra son la nueva Eva, el Arca de la Alianza, la Escala de Jacob, la Puerta del cielo. Ambas son la Casa construida en la cima de las montañas, según San Buenaventura. Son la Ciudad de Dios, la Ciudad del Gran Rey. Son también la Esposa adornada para comparecer delante de su Esposo. Son la morada de la Sabiduría, -después de Cristo-, o su mesa, como indica san Bernardo.

La conciencia cristiana ha percibido muy pronto que hay mucho más que el uso alterno de símbolos ambivalentes, y lo ha proclamado a lo largo de los siglos de muchas maneras, tanto en la liturgia y en el arte como en la literatura: María es “la figura ideal de la Iglesia”, “el espejo en el que se refleja toda la Iglesia”, “Madre de Cristo y, por ello, llamada también por nosotros Madre de la Iglesia”. Así en el 2018 el papa Francisco estableció celebrar la memoria de Santa María, Madre de la Iglesia.

De esta convergencia de funciones entre María y la Iglesia, da testimonio el Evangelio según san Juan, cuando nos muestra a Jesús en la Cruz entregándonos a su madre e, inmediatamente después, a través de su Costado abierto por la lanza, ofreciendo a la Iglesia, el agua del bautismo y la sangre del sacrificio. “En el momento en que María parece haber acabado completamente su vida de madre de Cristo, se convierte en realidad en la madre común de sus discípulos. En María, al pie de la cruz, se había realizado por segunda vez la bendición de la salvación evangélica: en la mañana de Pentecostés, ¡por segunda vez! ella es visitada por el Espíritu Santo. Y así la Madre de Cristo se convierte en la gran figura materna de la Iglesia-Madre” (Gertrud von Le Fort).

María es como el espejo donde la Iglesia ha de mirarse: Madre tierna, humilde, pobre de cosas y rica de amor, según el Papa Francisco. Cuando esta dimensión mariana de la Iglesia falta, la Iglesia pierde su verdadera identidad. De ahí que “con María” nos introducimos en el “corazón de la Iglesia”, para entonar juntamente con ella el Magníficat que “no ha sido dicho una sola vez en el jardín de Hebrón, sino que ha sido puesto para todos los siglos en la boca de la Iglesia”, en la que realmente conserva toda su fuerza. De edad en edad, como la Virgen María, la Iglesia glorifica al Señor, que sigue irradiando, en medio de las tinieblas que nos envuelven, la luz del Resucitado.

3. “Con María en el corazón de la Iglesia” es el lema de la Jornada de este año. Si se vuelve la mirada al Concilio Vaticano II, “brújula para la Iglesia del siglo XXI”, advertimos que entre los muchos cambios experimentados en todo lo que se refiere a la vida consagrada propiciados por el Concilio, ésta ha pasado a ser como expresión privilegiada de la dimensión carismática, coesencial de la Iglesia. La vida consagrada es considerada un don del Padre a la Iglesia por medio del Espíritu; ya no es solamente una realidad “en” la Iglesia, sino un elemento suyo esencial. Perteneciendo a la vida y santidad de la Iglesia, con verdad podemos decir que la vida consagrada “está en el corazón mismo de la Iglesia”. No es un estado intermedio entre la condición clerical y laical, sino que proviene de una y otra, siendo un don divino que la Iglesia acoge y lo mantiene con fidelidad. Es una realidad que implica a toda la Iglesia. En el contexto del plurifacetismo que constituye la Iglesia, se “ordenan” y encuentran su sentido los carismas, también de los contemplativos, siendo como “son facetas integradas en el cuerpo de la Iglesia, atraída hacia ese centro que es Cristo”.

Por este motivo no se puede pensar una vida consagrada sin una clara conciencia eclesial y sin una cordial comunión con la Iglesia, sabiendo que la universalidad de la vida consagrada y su comunión con la Iglesia universal se expresa y toma cuerpo en la Iglesia particular: “y un bien particular nunca es abstracción de lo universal… sino vida concreta en la que, ya allí, está el universal”. Lo cierto es que la praxis y la espiritualidad de comunión, de la que la vida consagrada está llamada a ser experta, es la respuesta a este don de Dios. La unidad en la caridad dentro de todo el pueblo de Dios está por encima de todas las diferencias. Bien entendido que la unidad de la que se habla no resta nada a la diversidad de los carismas. Unidad no es uniformidad. La unidad no anula la legítima diversidad, pero “también es cierto que la unidad requiere siempre que las particularidades se integren en una armonía que las supere sin anularlas”. Sin esa armonía se corre el riesgo de un pluralismo fundado sobre la yuxtaposición de posiciones opuestas que lleva a la destrucción y a la pérdida de la propia identidad.

Celebrar esta Jornada “con María en el corazón de la Iglesia” es la constatación de una vida contemplativa que se siente Iglesia y que quiere caminar con la Iglesia y dar frutos de santidad en la Iglesia, y la verificación también de una Iglesia que da gracias por este don del Espíritu que la enriquece y alegra con “la presencia de comunidades situadas como ciudad sobre el monte y lámpara en el candelero (cf. Mt 5,14-15)… preanunciando de este modo la gloria celestial”. Como dice el papa Francisco: “La Iglesia os necesita”. Finalizo volviendo la mirada a María, Madre de la Iglesia, para suplicarle: “¡Madre, ayuda a nuestra fe!  Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado. Que él sea luz en nuestro camino. Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros”.

Uniéndome a vuestra oración, os saluda con afecto y agradecimiento, y bendice en el Señor.

+Julián Barrio Barrio,
Arzobispo de Santiago de Compostela.