La mujer es cananea, de un pueblo que está entre los paganos, que para Israel son seres impuros, a los que hay que evitar. Su hija está atormentada por un demonio. Se ha puesto en marcha para buscar al Señor, al hijo de David, porque sabe que puede curarla. Lo llama así y le grita su problema. Jesús no le responde una palabra. La mujer pensaba que bastaría con encontrarlo e informarle para obtener su acción sanadora. El silencio no la desanima, sino que transforma su prisa en un dolor más consciente, que sale en gritos aún más fuertes. No tiene otras armas. Jesús continúa callado y sigue caminando.

Los discípulos caen en el pragmatismo; hay un problema que resolver, una molestia que eliminar: escúchala, así dejará de gritar. El Hijo de David les explica el motivo, la cadencia de los tiempos en el proyecto de Dios: ¡he sido enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel! La mediación de los discípulos anima a la mujer: los esquiva y se pone delante de Jesús, se lanza a sus pies obligándolo a detenerse. La respuesta de Jesús a los suyos ha producido otro cambio en ella. Ya no es la madre desesperada que grita por su hija, sino la mujer que le dice a Jesús: yo también soy una oveja perdida, llévame sobre tus espaldas. Ya no habla de su hija, sino de sí misma: ¡Señor, ayúdame! Sufro terriblemente por ver a mi hija así.

Jesús repite lo que ha dicho a sus discípulos, pero con palabras más duras: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos”. Es la cultura de su pueblo: Israel es hijo de Dios, y los paganos son perros. Aunque he hecho tantas curaciones entre los hijos, tú no eres hija; no puedo hacer el milagro para ti.

Esta tercera respuesta la conduce a un paso más allá. Acepta las palabras de Jesús: no es hija. Pero argumenta con otra verdad, tomada de la experiencia e irrefutable: los perrillos vienen y comen de las migajas del pan de los hijos; dame sólo una migaja de eso que das a tus hijos. Jesús la ha puesto a prueba y ella ha resistido, ha fortalecido su fe, no ha dudado del amor de Cristo, aunque estuviera oculto.

Y Jesús está admirado. A nadie en el Evangelio se le ha dado ese privilegio. En las discusiones con Jesús, los demás siempre han perdido, se han ido, vencidos por su verdad. En cambio, ella ha vencido el debate con la Palabra de la Verdad. Jesús la ha desafiado y le ha dado ocasión de vencer, animando a todas las mujeres y todos los hombres de la historia a afrentar la oración como una lucha con Dios, como en la experiencia de Jacob (cfr. Gen 32, 25-32), como un juego de amor que se puede ganar. La cananea ha vencido: ha conquistado un puesto como hija en el corazón de Dios. Y el demonio, no pudiéndolo soportar, escapa lejos de su hija.