Había sido una Navidad fría, triste y solitaria para Manolo. Manolo andaba lentamente por las calles de la ciudad, sin rumbo y sin esperanza. De vez en cuando se detenía ante un cubo de basura para ver si encontraba algo que llevarse a la boca. A menudo miraba atrás por si alguien le seguía. Tenía miedo de todo, de encontrarse con algún conocido, con la policía o con algún ladrón. Se encontraba mal y tenía frío. Diciembre había sido muy duro, y la Navidad todavía peor. ¿Qué podía hacer? En el bolsillo no tenía ni un céntimo. Esta misma tarde había entrado en un restaurante para ofrecerse de lavaplatos a cambio de comida, pero cuando lo vieron con la ropa sucia y maloliente le dijeron que no lo necesitaban.

Manolo había llegado meses atrás a la ciudad con mucho dinero. Él era el menor de cinco hermanos. Sus padres y hermanos habían hecho el sacrificio de pagarle los estudios, pero él, en lugar de estudiar, había malgastado el dinero en… muchas cosas. Viéndose con tanto dinero, pensó que no se le acabaría nunca, por lo que lo gastaba sin control. En los primeros momentos, abundaron los amigos; pero, cuando el dinero se gastó, desaparecieron como por arte de magia.

Cada día pensaba algún modo para conseguir dinero o comida. En medio de su desesperación, comenzó a acordarse de su casa, de sus padres y hermanos. ¡Qué felices deberían estar en su pueblo! Pero, desde que salió de casa, no se había puesto en contacto con sus padres; y, lo que era peor, se había gastado todo el dinero que con tanto sacrificio le habían dado. ¿Lo recibirían de nuevo en casa si él se lo pedía?

Como un destello en medio de una sombría noche, pensó: ¿y si les mando una carta? Seguro que si saben lo bajo que he caído se apiadarán de mí. Pero, por otro lado, también se disgustarán mucho al pensar lo que hice con su dinero.

Sin tener una idea clara de qué hacer, pero, no encontrando otra posible solución, les escribió explicándoles todo lo que le había ocurrido; pidió perdón y les rogó ser aceptado de nuevo en el seno de la familia. Lo único que podía pasar es que no le perdonaran.

El padre de Manolo volvía rendido del campo. Ya empezaba a notar los años y se cansaba mucho. Su mujer, en la cocina, preparaba la cena. Al rato llegaron los hijos a casa.

– Papá, ha llegado esta carta de Manolo para ti -dijo Cristian.

El padre se sentó, abrió la carta y empezó a leerla. A mitad de la lectura levantó los ojos y, mirando hacia la cocina, quiso llamar a su mujer, pero las palabras no le salían de su boca:

– ¡Isabel…! ¡Isabel…!

Su mujer y los hijos acudieron sorprendidos para ver qué ocurría.

– ¿Qué pasa? – preguntó Isabel al ver a su marido tan agitado.

– Manolo… Esta carta es de Manolo. Léela en voz alta, Cristian.

– Queridos padres y hermanos: os pido perdón por todos los disgustos que os he dado, por el olvido que he tenido hacia vosotros, por no haber cumplido ni un solo día mi obligación de estudiante, por haber malgastado todo el dinero que me disteis para conseguir un buen futuro. Estoy enfermo, sin dinero y ya nadie cree en mí…

Cristian dejó de leer, miró por la ventana y vio que los árboles no tenían hojas, hacía frío y el cielo anunciaba una buena nevada. Volvió la mirada hacia la carta y siguió la lectura.

– Si vosotros me perdonáis y estáis dispuestos a acogerme, poned un pañuelo blanco en el árbol que hay entre la casa y la vía del tren. Yo pasaré en tren por delante la víspera de Reyes. Si veo un pañuelo en el árbol, bajaré e iré a casa; si no, lo entenderé y continuaré el viaje.

A medida que el tren se acercaba a su pueblo, Manolo se ponía más nervioso. ¿Estaría colgado el pañuelo en el árbol? ¿Le perdonarían sus padres? ¿Y sus hermanos? Pronto lo sabría ya que antes de diez minutos el tren pararía en la estación. El tren pasó rápido por delante del árbol. ¡Estaba lleno de pañuelos blancos que sus padres y hermanos habían atado al árbol! Segundos después, el tren paraba en la estación. Manolo agarró su mochila y bajó de prisa. En el andén, bien abrigados, porque estaba nevando, estaba toda la familia esperando. Habían sabido perdonar y recuperaban el hijo perdido.

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¡Cuántos de nosotros habremos pasado por situaciones parecidas, no tanto con nuestros familiares, sino con Dios! ¡Cuántas promesas incumplidas! ¡Cuántos pecados y faltas de amor! ¡Cuántos talentos malgastados! ¡Cuántos años perdidos! Pero Dios siempre está ahí. Él está en el andén esperando nuestra llegada. Y es que el perdón siempre va unido al amor, y el amor de Dios es infinito.